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A nuestro continente, el Iberoamericano, se le ha calificado de todo, incluido, claro está, de tonto, de fracaso histórico, de basurero de ideologías superadas y hasta de tierra de nadie. Razones no han faltado, y hasta el presente.
En cuanto a lo que nos corresponde, el límite al que puede llegar un país vulnerable. Unos tantos terroristas bien adiestrados; un sector pequeño del indigenado serrano; servicios de inteligencia inexistentes; aquellos terroristas en el plan de destruir pozos petroleros y dependencias del Estado, de enorme trascendencia como la Contraloría con su documentación sobre atracos y otras fechorías. A temblar se ha dicho: el presidente Lenín Moreno a refugiarse a Guayaquil, en donde lo que sucedía en Quito era como si aconteciera en otro país, como no ser la intervención de Nebot para quien un carajazo lo resuelve todo. En Guayaquil, Lenín Moreno en el empeño de dialogar con los aborígenes de Cotopaxi por el asunto de la abolición de los subsidios a las gasolinas extra y corriente, y el diésel, una de las políticas consideradas por el propio Lenín Moreno como insoslayable para salir del desastre económico en el que nos hallamos. Por otra parte, se debe agregar que todo fue planificado en el exterior y que sus protagonistas cubanos y venezolanos contaban con enormes recursos económicos para mantener a unos dos mil indígenas en asedio a los centros del poder Estatal. Ello sin embargo se impusieron unas fuerzas Armadas constitucionalistas (pese a intentos de dividirlas) y Lenín Moreno pudo retornar al Palacio de Carondelet, a continuar dialogando, no gobernando, digo yo.
Como no podemos darnos por muertos, por tontos que seamos los iberoamericanos, bien haríamos en convencernos que “Si un país fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo” (A. Camus). Es en lo que han insistido los demócratas liberales de todo el mundo: justicia social con libertad, el imperio de la ley como el camino más seguro para llegar a la justicia social. Un Estado moderador, una Justicia independiente.
Desde luego que hay pueblos y países que no tienen salvación. Sudáfrica parecía ser uno de ellos. La segregación racial un imperativo de supervivencia para los blancos descendientes de europeos. El odio racial, feroz y mutuo, entre blancos, mestizos, nativos y negros. Democracia y educación para los grupos dominantes. Fue un negro, el incansable luchador y culto Nelson Mandela, quien descubrió que “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. A partir de cuando Mandela llegó al poder democráticamente, Sudáfrica inició la única revolución que cabe en el siglo XXI: justicia independiente y educación para todos. El país de Mandela ha salido del horror que significa la tontera, la ignorancia, la violencia. Ha iniciado su desarrollo.