Jacek Rostowski
Project Syndicate
Recientemente asistí a un seminario de doctorado en economía laboral en la Universidad Central Europea en Budapest. Allí, consideramos si el plan del gobierno húngaro de centrarse en el desempleo de larga duración está funcionando de manera eficiente, y planteamos una serie de problemas técnicos.
Pero salí perturbado por la experiencia, preguntándome si los economistas profesionales (particularmente en Occidente) tienen que reconsiderar o no el contexto moral y político en el que realizan su trabajo. ¿Acaso los economistas no deberían preguntarse si es moralmente justificable ofrecer consejo, aunque sea estrictamente técnico, a gobiernos corruptos, antidemocráticos y que actúan en provecho propio?
Sin duda, reducir el desempleo de larga duración aliviaría un mal social, y posiblemente garantizaría un uso más eficiente de los recursos públicos. Sin embargo, un mejor desempeño económico puede fortalecer a un mal gobierno. Éste es precisamente el dilema al que se enfrentan los economistas en una serie de países, desde China, Rusia y Turquía hasta Hungría y Polonia. Y no hay ningún motivo para pensar que los economistas en el “corazón democrático” de la Europa occidental y Norteamérica no vayan a enfrentar un dilema similar en el futuro.
A lo largo del tiempo, los economistas han ofrecido tres justificaciones morales o políticas diferentes para su trabajo técnico. La primera justificación, y la más simple, supone sencillamente que los “poderes fácticos” (los receptores finales de su trabajo) son “déspotas benévolos” como los describía Keynes (aunque no consideraba que los burócratas británicos de su época fueran déspotas).
En los 70, esta defensa fue cuestionada por economistas en el otro extremo del espectro político occidental, quienes señalaban que los burócratas eran un lobby de proveedores como cualquier otro. Así, siempre estarán interesados en expandir su propia importancia individual y colectiva, más allá de si maximiza o no los beneficios sociales. Esta presunción llevó a los economistas a convertirse en “escépticos de la intervención” que preferían soluciones de mercado para cualquier problema donde la regulación no era obvia.
Entre estas dos posiciones, la mayoría de los economistas han estado a gusto ejerciendo su oficio en base a la suposición de que, por más intereses personales que puedan perseguir los burócratas, son objeto de supervisión por parte de los políticos democráticos cuyo propio interés personal es el de ser reelegidos manteniendo a los votantes satisfechos. Mientras las soluciones técnicas del economista a los problemas asociados con las políticas sean ofrecidas a funcionarios con legitimidad democrática, según esta opinión, no existe ningún motivo para tener una preocupación política o moral.