El ser humano, en su voracidad por alcanzar poder, aunque sea en una cuota mínima, se esfuerza incesantemente por elevarse a un sitial de dominio, en el que los demás lo distingan como superior, lo admiren, lo reconozcan, lo aplaudan y lo adulen. Los artificios usados para pretender ese logro son variados y numerosos: la injusticia, el precioso dinero, las influencias corruptas que este genera, la política sucia, el servirse de los demás, el sojuzgar a los débiles, el mal uso de la habilidad intelectual, el sacar provecho de circunstancias ‘oportunas’, la depredación -con egoístas propósitos- de la naturaleza y tantos otros que resultaría extenso enumerar.
El poder suele convertirse en un fin, no en un medio para servir a nuestros congéneres, se colma de vanidad y soberbia, desborda menosprecio, acomete inmisericorde contra todo aquello que se atreve a frenar su avidez, que se torna insaciable. Las consecuencias nefastas de este grave desvío humano están latentes, son lastimeras a lo largo de toda la historia y han ocasionado tragedia, sufrimiento y dolor.
Cuando la criatura humana juega a ser Dios, es porque cree haber alcanzado su máxima expresión de poder. En este juego se destapa un gran espectro de demostraciones y actitudes que van desde las simples faenas de la cotidianidad hasta los más complejos entresijos científicos. El calificar como ‘partícula de Dios’ al resultado de una investigación científica, por admirable que parezca, o el pretender convencernos de que es bueno, bajo el manoseado argumento de ‘defender’ los derechos de la mujer, aprobar el martirio y eliminación de un ser inocente que vive en sus entrañas, son simples muestras, entre muchas, de pretender convertirse en Dios, amparándose en enmarañadas sinrazones.
Se atosiga a la sociedad por todos los medios acerca de la libertad, la tolerancia y respeto para quienes piensan y son, de alguna manera, seres diferentes. Pero se demuestra, a las claras, que se condena lo que se predica, satanizando, sin respetar lo que alguna persona o religión opina o preconiza, sin ni siquiera conocer a ciencia cierta, con precisión, lo que se intenta juzgar.
Qué satírica la actitud humana -cuya esencia está llamada al bien- cuando confunde, enreda y desorienta, provocando daño y desasosiego, incitando odios y resentimientos, rencores y revanchismos.
Quizá, en buena parte, eso explica por qué estamos huérfanos -aunque también ávidos- de un valor humano trascendente, el más atesorado y difícil de lograr, que es la humildad, raíz y fuente de otros valores que apuntalarían una superior y feliz convivencia para la humanidad entera.