Jugar a la democracia

Me temo que nosotros, y muchos otros, solo jugamos a la democracia. Cumplimos con sus rituales, revisando los padrones electorales, enfrascándonos en acaloradas discusiones en las que afirmamos nuestras verdades y denostamos las de los demás, escogiendo a nuestros candidatos, a veces sin siquiera saber por qué, yendo a las votaciones a ponernos en fila, llenar las papeletas y depositarlas en las urna, y esperando los resultados al final, todo ello sin una clara comprensión de qué significa, en su esencia, la democracia.

Ese vacío ritualismo es similar al de los mafiosos que van a Misa todos los Domingos pero siguen amasando dinero transportando a migrantes ilegales a quienes explotan miserablemente y, si se da la ocasión, abandonan en un desierto a que mueran de sed y de calor en furgones sellados, o prostituyendo a niñas y jóvenes a quienes mantienen en la esclavitud.

Como resultado del ejercicio de solo los rituales de la democracia, tenemos, entre otros ejemplos, a un presidente de Brasil que ha dicho que mataría a su propio hijo si fuese homosexual y que conmemora el aniversario de un golpe militar que instauró una larga y cruel dictadura; a una prefecta electa de Pichincha que se declara orgullosa continuadora de un régimen que irrespetó sistemáticamente las leyes y los derechos; y a una vergonzosa serie de reacciones racistas a la elección del nuevo alcalde de Quito.

Todo esto se da porque muchos entre nosotros no entienden que la esencia de la democracia yace en reconocer y honrar la dignidad de todo otro ser humano. Reconocerla y honrarla, de verdad y no solo de juego, hace imposible pensar que la ideología de unos es superior a la de otros, que los blancos son superiores a los indígenas, mestizos o negros, los hombres a las mujeres, los heterosexuales a los homosexuales. Y menos aún permite, so pretexto de tal pretendida “superioridad”, creer que sea legítimo atropellar, amordazar o avasallar al que se quiere tratar como “inferior”.

Meras reformas a los procesos de la política o a la “institucionalidad” democrática pueden ser equivalentes a esa colosal pérdida de energías que representó el que alguien se dedique a reacomodar los sillones reclinables en la cubierta del Titanic. En lugar de seguir en el vacío jueguito que hacemos de la democracia, debemos primero identificarnos entre quienes, aunque tengamos puntos hasta sustanciales de diferencia respecto de uno u otro enfoque a los temas sociales, compartimos ese vital compromiso con la dignidad humana y con su más clara manifestación política, la democracia liberal. Y una vez que nos hemos identificado sobre esas bases esenciales, debemos trabajar juntos para eliminar las creencias y las actitudes que mantienen autoritarias, abusivas y antidemocráticas a nuestras sociedades.

jzalles@elcomercio.org

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