Un hilillo de viento por fin comienza a soplar y los árboles lo agradecen con un murmullo de hojas. Menos abrumados por el calor, los acólitos ahora tienen la certeza de que no están en un sueño; que serán parte de algo inevitable, previsto así desde el inicio de los tiempos.
Las víctimas, arrumadas a un lado de la piedra de sacrificio, forman un racimo de abrazos temblorosos. Sus voces quebradas resuenan como gotas de agua cayendo al fondo de un pozo oscuro.
La primera niña debe ser asesinada. Ella contiene el llanto mientras uno de los acólitos la toma del brazo y la sienta sobre la piedra de sacrificio, frente al sacerdote. Este le entrega, con gesto abrupto, un cazo de madera, exigiéndole que beba de él. La niña bebe sin replicar el líquido verde y espeso que le han entregado, sintiendo cómo la pócima le quema la lengua y le deja un regusto amargo en la garganta.
La niña se siente ahora extrañamente ajena y despreocupada. Su mirada se vuelve acuosa y siente que sus labios se hinchan, como si fuera un sapo a punto de croar. Entre brumas, la niña alcanza a ver los pómulos salientes y la piel lampiña, color de guayacán, de su verdugo. No nota, sin embargo, sus joyas ni sus plumas, ni que la pequeñez de su cuerpo es acentuada por el aparatoso tocado que lleva.
En estricto silencio, los acólitos acomodan con diligencia el cuerpo de la niña, ahora completamente subyugada por la droga que ha bebido. La desnudan, como quien deshoja la rama de un árbol desvaído, y le ponen boca arriba, con los brazos extendidos hacia los lados. La niña, con los ojos en blanco, gira con lentitud la cabeza, haciendo que su pelo negro cubra casi todo su rostro.
Sin más preámbulos, el sacerdote toma la piedra de matar –una afilada roca gris sacada del lecho del río– y se vuelca con fuerza sobre el pecho de la muchachita. Este se abre como una nuez, emitiendo un ruido seco, apenas audible. Los músculos y los huesos de la niña se asoman por el corte limpio de la piedra.
El cuerpo de la niña ha adoptado la quietud granítica de los reptiles y su rostro lívido contrasta con la hebras negrísimas de su pelo, que están más revueltos después del golpe. El sacerdote examina con satisfacción la herida y procede a infligir un segundo corte, provocando, esta vez, que la sangre salga a borbotones.
Con la mano experta de un carterista, el sacerdote cuela sus dedos entre el órgano trémulo. Toma las principales arterias que conectan el corazón con el cuerpo y las corta, una a una, ayudado por un alicate, hasta desprenderlo.
El silencio contenido que había reinado hasta el momento se rompe con ecos de agitación y febrilidad. Los acólitos profieren alabanzas a sus dioses y al sacerdote que ha perpetrado el sacrificio.