El inverosímil juicio contra un periódico es apenas la punta del iceberg. Sí, claro, no hay duda. La libertad de expresión está en peligro de extinción y en terapia intensiva: muy pocos se atreven –casi nadie, de verdad- a disentir o a opinar distinto, a riesgo de que se les venga encima la pesada maquinaria del poder. Una pesada maquinaria del poder que, a medida que pasan los días, se vuelve más amenazante, que anuncia no tener miramientos ni escrúpulos de ninguna naturaleza. El juicio es apenas la punta del iceberg de un mar de fondo en el que nadan/bucean a placer las coacciones, los miedos y la arbitrariedad. El juicio es la mancha más notoria de un tigre (me refiero al sistema político implantado) hambriento hasta el empalago y que recorre los campos en busca de más presas con pocas posibilidades y esperanzas de defenderse (las presas, claro).
Hoy el sentimiento es un desconcertante término medio entre la pena y la angustia. Pena por el país, aunque suene a lugar común. Angustia por no saber en qué desembocará todo esto. Si bien Ecuador nunca ha sido un ejemplo de valores democráticos, por lo menos hemos vivido en relativa armonía y en relativo respeto de nuestras opiniones. Ni en tiempos del viejo cefepismo, ni en la corta época del refinado populismo roldosista, ni siquiera en el taimado reinado socialcristiano, ha habido tanta avidez por amontonar poder, tanto abuso, tanto insulto, tanta bajeza. Si bien nunca hemos sido el ejemplo mundial del debate deliberante, nos habíamos acostumbrado a discutir ideas y proyectos políticos con mediana sensatez. De hecho discutir de política se había convertido, después del fútbol, en el mayor deporte nacional. Nunca habíamos sido un país de impávidos, de espectadores imperturbables del desmoronamiento de las últimas migajas de un sistema democrático imperfecto. Ahora somos un país amorfinado.
Y, claro, está lo de la angustia. Un sentimiento de angustia que tiene varias aristas, varios oscuros laberintos sin recorrer.
¿Qué nos espera? ¿Puede caber aun más concentración del poder? ¿Para qué? ¿Cuáles son las fronteras del poder absoluto? ¿Dónde están los límites del insulto y de la dominación a rajatabla? ¿Cuál será el destino de los próximos disidentes? ¿Controlarán, por fin, nuestros Facebooks, nuestros Twitters, nuestros gustos y sabores? ¿Navegaremos destino a La Habana o marcharemos por los caminos empedrados que llevan a Caracas?
¿Nos convertiremos en el Ecuador Saudita, con jeques y toda la parafernalia apropiada?
Damas y caballeros del respetable público, hagan sus apuestas.
El último que salga, que dé apagando la luz, tenga la bondad.