Todos jugamos con el tiempo, ya sea para intentar extenderlo hacia lo imposible o para detener ilusoriamente su paso. En política el juego del tiempo, o como se dice en ese ámbito, “jugar con los tiempos”, casi siempre resulta esencial.
Las últimas secreciones arrojadas en la expurgación de lo acumulado durante la década pasada, más allá de llenarnos de vergüenza e indignación, nos demuestran la trascendencia que tiene el tiempo para cada uno de los actores de esta extraña partida de ajedrez en la que los jugadores se disputan nada más y nada menos que el destino del país. En este punto Borges rescataría un verso suyo del poema ‘Ajedrez’ y diría: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
Enfrentados así ambos jugadores, con el tablero de por medio, contemplan cada uno, de reojo, el reloj de arena. El primero, desde su silla, intenta acabar la partida lo antes posible, por eso mueve sus piezas con mayor celeridad pero sin caer hasta ahora en el error de la precipitación. De hecho, parecería que está a pocas jugadas de lograr el jaque mate. En su interior sabe perfectamente que en esta partida el tiempo es una cuestión de vida o muerte.
El otro también lo sabe, por supuesto, y por eso retrasa lo que más puede sus movimientos, y sus pausas son cada vez más largas, y sus barras, aunque cada día son menos numerosas, se sienten enardecidas, atribuladas y descompuestas ante lo que podría ser la derrota crucial de su ficha. Por eso él no renuncia ni renunciará jamás a seguir allí sentado frente al otro, y se aferra al tablero con garras y dientes esperando, quizás, que se produzca el ansiado fallo y la partida se voltee en su favor, o a lo mejor espera algún designio divino que altere aquello que en el presente parece inmutable, o, quién sabe, que algo o alguien patee el tablero antes del fin…
Pero en esta particular partida hay otros jugadores que, aunque no mueven las piezas, intentan controlar el tiempo para su propio beneficio. Está, por ejemplo, un desquiciado jugador ya jubilado que se arranca los pocos pelos que le quedan en la cabeza cada vez que uno de los jugadores vigentes hace un movimiento, y haciendo grandes aspavientos alienta a su ficha a quemar tiempo como si estuviera en un estadio de fútbol, o, amparado por lo que queda de su barra brava, abre su bocaza para insultar al oponente cuando se apresta a atacar. Y están también, entre los asistentes al espectáculo, aquellos desesperados que quisieran que la partida acabe de una vez por todas sin someterse a las reglas del juego ni respetar los turnos de cada jugador. Están aquellos que desean que todo acabe a trompadas, o mejor todavía, a duelo de sangre. Están aquellos que, saltándose las normas, tal como sucedió en el pasado, desearían arrasarlo todo de una vez y no dejar “títere con cabeza”. Y es que en este juego, por una razón u otra, todos estamos pendientes del reloj.
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