Casi todos los hechos de la vida -cotidiana o extraordinaria- están signados cada vez más por leyes, normas, protocolos, estándares, instructivos. Se nos va judicializando la vida. Y se nos cambian gradualmente los escenarios y las relaciones con los otros, los nuestros y los lejanos. Con el mundo de la oficina, la escuela, el hospital, la calle.
Algunos afirman que esta normalización es expresión irrebatible de progreso. Ya nadie puede hacer lo que le da la gana. Nadie es castigado por algo que no esté tipificado. Todos son igualitos ante la ley. Igualitos. Las condiciones para la armonía, la justicia y la paz están listas. La norma lo logra. La ley lo consagra. El caos y los privilegios se extinguen en su propio veneno.
Otros no cantan victoria. Reconocen el valor enorme de las normas. Pero advierten que con leyes y todo el desorden prevalece, la justicia no es tan ciega, el discrimen se riega. Repiten que lo legal no siempre es lo justo. Y que la norma no suprime las trampas y acrobacias para sacarle la vuelta. La justicia que tarda y no llega, parece no ser la esencia de tanta disposición.
En la educación, la judicialización se filtra. La figura del abogado se torna natural en pasillos de escuelas y colegios. Lo requieren los directores para protegerse de adentro y de arriba. Lo demandan las familias para pelear desde afuera por los chicos. Lo buscan los docentes para cubrirse de abusos o por si acaso.
Hasta ahora no puede asegurarse que esta judicialización haya aportado significativamente a la equidad, a la cultura de paz o al bienestar colectivo. En ocasiones ha remordido procesos, ha salvado culpables, ha minimizado penas, ha sembrado de miedo e inmovilismo la atmósfera. Ha privilegiado la habilidad y la maña. Tenemos a la mano ejemplos dolorosos sin resolver: acoso sexual a niños, alabanzas al castigo físico, demandas represadas. Esta pinza normativista que aprieta deja una secuela perversa. Ya huele a nostalgia el valor de la palabra, la confianza, la originalidad, el ejercicio natural del respeto, el sentido común, el diálogo directo y fraternalmente acalorado. Nos empuja a no pensar, no imaginar… solo seguir leyes, caminos ya trazados, modelos predefinidos. ¡Confiar en la palabra! ¡A quién se le ocurre!… ¡Vejetes!
Nos queda una certeza, una esperanza y una alerta. La certeza es que a pesar de todo el avasallamiento, la presión normativa jamás podrá cubrirlo todo y menos aún nuestro inmenso mundo de los afectos.
La esperanza se finca en que la tendencia de abogados comprometidos con la ética y los derechos de todos, crezca y se imponga sobre las mañas, los intereses de poder, el negocio. La alerta pide atención a esos miles de seres jóvenes que vienen cargados de transparencia. Que generan confianza. Tanto su palabra como su mirada.