Si existe un hombre cuya memoria ha sido unánimemente execrada por las generaciones que llegaron después de él, ese es Judas Iscariote. En la milenaria tradición cristiana, la sola mención de su nombre despierta la imagen del más abominable traidor de la historia.
El destino de Judas se enlaza con el de Jesús en el momento culminante de la vida de este, en el de su crucifixión y muerte. La percepción que sobre Judas transmiten los Evangelios es la del ladino que en la sombra teje su felonía, el que conspira tras la apariencia del servicial prosélito, el que se apartó de la comunidad de discípulos de Jesús, el hipócrita y ratero: “era ladrón, y como tenía la bolsa del dinero, sustraía de lo que se echaba en ella”; (Juan, 12,6); el que “prevaricó para ocupar el lugar que le correspondía” (Hechos: 1,23); el “que llegó a ser traidor” y “entregó” a su maestro, (Lucas 6, 16); la del maldito: “¡ay de aquel por quien el Hijo del Hombre es entregado! Mejor le fuera a ese no haber nacido”; (Mateo, 26, 24); la del predestinado a la condena sin final: “el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese” (Juan: 17,12).
¿Cómo entender el proceder de Judas si su participación en el drama de la Cruz había sido anunciado siglos atrás por los profetas? Fue Judas aquel a quien la Providencia había predestinado a una extraña misión: la de traicionar y perder al más santo de los hombres. Predestinado sí, mas no ciego; con voluntad y consentimiento tramó la manera de entregar al poder a su maestro, a sabiendas de que el poder es perverso siempre.
En esa noche de Getsemaní, en ese aciago instante en el que Judas besó al maestro para entregarlo a los lacayos de Caifás ¿acaso no se dio cuenta que estaba interpretando un drama cuyo argumento había sido concebido al inicio del tiempo?
¿Hasta qué punto Judas fue consciente de las proféticas repercusiones de su acto?
Al obrar así, bajo los impulsos de su perniciosa naturaleza, él cumplía sin saberlo (¿o sabiéndolo?) una misión que oscuramente estaba inscrita en su sangre: la traición al Hijo del Hombre, ese acto imprescindible “para que la Escritura se cumpliera”. Víctima y victimario, a la vez.
Víctima, porque nació para la traición y a partir del acto inicuo, desencadenar el cruento drama de la pasión y muerte de Cristo y su gloriosa resurrección.
Ambivalente y paradójico, Judas no podía ser otro que ese trágico personaje que fue. ¿Fue Judas un pelele del destino? Como hombre dotado de juicio y libertad escogió ser lo que fue. Dios contaba con él para iniciar la redención de la raza humana.
Sin embargo, cabe la pregunta: ¿qué hubiese ocurrido si Judas, en su libre albedrío, hubiera optado por la lealtad? ¿Los designios divinos habrían sido burlados por la libertad humana? Ante el misterio solo cabe la perplejidad.