Partimos del supuesto de que todas las palabras del idioma castellano son buenas para expresar los pensamientos y emociones; por lo tanto no existen “malas palabras”; lo que hay es el uso incorrecto del lenguaje.
Sentado este principio, quien dice “¡carajo!” en ciertas ocasiones no comete pecado alguno, no tiene por qué ir a confesarse por ello. Desde luego, esto no autoriza a quien lea esta nota, ir por ahí y empezar a carajear a diestra y siniestra.
Y ya que me he metido en camisa de once varas tratando de explicar el uso y significado de este vocablo, bien cabe aclarar que hay que tener tino con ella, pues si bien no es mala (como he dicho) tampoco tiene buena reputación. Así pues, dejémonos de rodeos y vayamos al DRAE y veamos qué nos trae para “carajo”. Dice: “Palabra malsonante. Miembro viril. Despectivo.
Interjección para expresar enfado, rechazo, disgusto, asombro. Expresión coloquial: denota negación, decisión, contrariedad, etc.”. Esta palabra, en Ecuador, no posee el significado sexual que sí lo tiene, y mucho, en España; sin embargo, mantiene una connotación despectiva, ofensiva y de enfado. Tiene varios significados y usos; depende del contexto en el que se la use.
Los entendidos están de acuerdo en que “carajo” tiene un origen incierto. No se sabe de dónde viene; es vástago de padres desconocidos. Sin embargo, su presencia en el léxico castellano es de larga data. En el Diccionario Etimológico de Corominas se dice que esta palabra se remonta al año 1400, se la menciona el “Glosario de El Escorial”. En el abundoso acervo de groserías que pueden entresacarse de las obras de Cervantes y Quevedo no figura la palabreja, pero sí en un soneto español anónimo del siglo XVIII titulado “El miembro incansable” y que Hernán Rodríguez Castelo lo trae a su “Léxico sexual ecuatoriano” y que comienza: “Érase un largo y colosal carajo…”.
Carajo es palabra que irrumpe en el habla popular como insustituible válvula de escape cuando estamos enfadados. Si alguien nos causa disgusto le arrostramos un “váyase al carajo”; si la mula en la que cabalga el arriero tropieza en el camino, suelta un “¡carajo!” bien sonoro y condimentado con algo más; si algo no resultó como queríamos, nos desfogamos con un despectivo “¡qué carajo!”. Pero la palaba tiene, además, connotaciones positivas; por ejemplo, para expresar que una fiesta estuvo buena, decimos: “estuvo del carajo”.
Para el cuencano Alfonso Cordero Palacios, esta palabra “es, sin quizás, la más vigorosa interjección de todos los idiomas. Un ¡carajo! bien rasgado vale por todo un disparo”. Camilo José Cela opina que este vocablo, con su mala fama, ha engendrado muchas expresiones eufemísticas o “ñoñismos” como él dice. Así se explicarían el origen de interjecciones como: caracoles, caray, caramba, cáspita tan difundidos y, desde luego, nuestro tan vernáculo caracho.