“Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Esta conocida frase de Abraham Lincoln nos coloca en la médula del asunto que ahora nos ocupa. La verdad y la política nunca se han llevado bien. Ser veraz no está entre las virtudes que, boca para afuera, dicen practicar los políticos. En los regímenes totalitarios, por ejemplo, hay un manejo metódico de la mentira en la vida pública. El engaño, el ocultamiento de la verdad, la tergiversación de los hechos, el monopolio de la información son estrategias deliberadas cuyo fin no es otro que mantener a la población adicta a una doctrina, sumisa a un régimen. Un remozado maquiavelismo rige hoy en esta abigarrada sociedad posmoderna: “la banalización de lo éticamente correcto” (Bauman). Políticamente hablando, ninguna mentira se sostiene en el tiempo sin el uso de la fuerza. Solzhenitsin, una víctima del estalinismo, decía: “La violencia solo puede ser disimulada por una mentira y la mentira solo puede ser mantenida por la violencia”.
Desde el plano de la ética, el ejercicio de la política se legitima por el respeto a la verdad. El ejercicio democrático de un régimen se pone a prueba cuando se respetan dos circunstancias; una de índole inclusiva: la participación de todos (mayorías y minorías) en las grandes decisiones del Estado; otra, de carácter epistémico: la transparencia en las decisiones, la apertura en la deliberación. Una democracia degenera en farsa y mascarada cuando por decisión del gobernante se excluye a individuos que defienden opiniones distintas a las suyas y, en el caso de incluirlos, se los prescinde del diálogo; cuando se impone una interpretación mendaz de la realidad y cuya verdad brilla por sí sola. Al autócrata no le agrada la crítica, no tolera a los descontentos. Su mayor enemigo, su pesadilla: la prensa libre.
Al finalizar el siglo XVIII declinó la presencia del vasallo, hombre atado a fidelidades ancestrales y monárquicas. Con la Ilustración surgió el ciudadano, persona libre con derechos y deberes políticos y, por ley, capaz de someter a juicio las decisiones de un gobernante. En los regímenes autoritarios esta facultad de los ciudadanos corre el riesgo de perderse. El autócrata intenta resucitar al monarca cuando pretende apoyarse en un principio de jerarquía y no de igualdad para defender la validez de sus órdenes restringiendo la facultad que asiste al pueblo para criticarlo. Para ello están los censores obedientes que controlan el pensamiento libre de la gente, están los tribunales que amedrentan y castigan al disidente, está el monopolio estatal de medios de comunicación para difundir su imagen, su risa, su mueca y la única opinión valedera, la suya. Todo parece que Jean François Revel sigue teniendo razón cuando en 1988 dijo que “la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”.