Algunos operadores políticos de Alianza País andan tendiendo puentes con las organizaciones políticas y los movimientos sociales de izquierda que han conservado su autonomía frente al régimen. El pretexto: la eventual designación de Lenin Moreno como candidato a la Presidencia de la República significaría una derrota de Correa al interior del oficialismo. Y, de paso, de la argolla derechosa que –lo afirman sotto voce– ha torcido el rumbo de la propuesta original.
Supuestamente, el ex Vicepresidente abriría las puertas a la reconciliación con la izquierda alrededor de los postulados fundamentales del “proyecto”.
Más que peregrino, el argumento resulta fantasioso. Sueños de perro. No solo porque implica un imposible regreso al pasado, sino porque Lenin Moreno no ha dado la más mínima señal de modificación. Ni de independencia. Su tímido intento por cuestionar la reelección indefinida, allá por 2015, terminó con un olímpico tirón de orejas y una reculada monumental.
Esta aparente confrontación, en principio indescifrable, se aclaró cuando nos enteramos de la costosa cifra con que el Gobierno sostiene sus gastos en Ginebra. Todo fue un tongo mal manejado.
Aquellos grupos de Alianza País que todavía pretenden representar posturas de izquierda frente a la cúpula derechosa difícilmente podrán escapar a la volubilidad populista. Tal vez desde la retórica podrán seguir justificando el pragmatismo político de sus jefes. El teatro de las sombras. Pero la realidad es tozuda y las cartas están echadas.
Estos acuciosos e incautos agentes de la mediación tendrán que acomodarse a las nuevas imposiciones de los poderes fácticos. La argolla íntima del oficialismo tiene la agenda muy bien definida. Y Correa conserva la sartén por el mango dentro del movimiento verde-flex. La derrota del correísmo se dará en las urnas, el próximo año. No casa adentro.
Históricamente, el populismo ha demostrado una fidelidad incondicional a su consigna suprema: mantenerse en el poder a cualquier precio y bajo cualquier membrete ideológico. Ahí radica su virtud y su flaqueza. Al igual que se adapta a las coyunturas, se desploma cuando las condiciones económicas se vuelven adversas.
En crisis, el populismo se transforma en un depredador desesperado y desaforado de los fondos públicos. Renuncia a la escasa coherencia política que mantiene durante los ciclos de bonanza. Imposibilita cualquier acuerdo.
Mal harían la izquierda y los sectores progresistas del país en escuchar cantos de sirena y promesas transitorias. Sobre todo hoy que tienen la oportunidad –y el desafío– de reconstruir un proyecto de cambio social realmente democrático.
La resistencia de esta amplia corriente política frente al despotismo del frebrescorderato fue meritoria, y puede serlo también ahora.