Nada nuevo bajo el sol. Con esa frase puede resumirse la experiencia de los denominados gobiernos progresistas de América Latina. Hacer política sumergiéndose en el mismo viejo sistema tiene un costo astronómico. Lo está pagando uno de los proyectos más emblemáticos de la izquierda latinoamericana.
El Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil encarna un experiencia única y sorprendente en la región, que va desde la resistencia a las dictaduras y la lucha callejera hasta el triunfo electoral de un obrero.
Durante décadas, el PT hizo de la democracia directa y de la lucha contra la corrupción sus referentes simbólicos fundamentales. Por ello resulta inconcebible que, hoy, su proyecto se vea arrastrado por los mismos vicios que justificaron su nacimiento y existencia.
La crisis brasileña plantea un dilema complejo, doloroso, insoslayable: ¿puede la izquierda gobernar desde las mismas lógicas y entramados del sistema capitalista? ¿Puede un proyecto contestatario compatibilizar la elitización burocrática con las agendas populares? ¿Puede un partido de izquierda mediar todo el tiempo en la inagotable diversidad de demandas de las organizaciones sociales?
Quienes más han reflexionado sobre esta disyuntiva son los zapatistas mexicanos, con su apelación a la autonomía de la sociedad frente al Estado. No han inventado el agua tibia. Simplemente han articulado un debate de más de dos siglos con una realidad cultural concreta y palpable: las propuestas libertarias de los trabajadores desde comienzos del siglo XIX, con las reivindicaciones de los pueblos indígenas de finales del siglo XX.
En ambos casos, se trata de la lucha de dos movimientos sociales insustituibles contra la dominación y el control impuestos por el Estado, al que consideran ajeno, invasivo, displicente. Es la libertad de decidir y optar la que está en juego.
El movimiento Pachakutik y la Ecuarunari acaban de reivindicar su potencial como expresiones autónomas de la sociedad.
Las respectivas elecciones de sus máximos dirigentes neutralizaron tanto los intentos de sometimiento y división emprendidos por el Gobierno nacional, como los afanes de penetración de la derecha política. Terminaron definiendo una postura propia, acorde con su historia e identidad, por encima de las tentaciones coyunturales.
El mensaje para el resto de la sociedad civil es claro. Sobre todo, ahora que el correísmo ha desempolvado un discurso totalitario y añejo, a propósito de la supremacía del Estado sobre todos los ámbitos de la convivencia social.
Autonomía y resistencia forman la piedra angular de la defensa de la democracia, de los derechos básicos de la gente a construir su proyecto de vida en común.
Si eso le molesta al poder de turno, en buena hora. Significa que la absorbente política verde flex no ha funcionado.