“Le naturel es bon”, recuerdo que era el eslogan de una marca de quesos en Francia. Preferir el consumo de productos naturales, recurrir a remedios caseros, volver al herbario de la abuela, elegir la medicina homeopática, practicar el yoga, aspirar al despojamiento de lo superfluo, en fin, llegar a ser un naturista cabal parece concordar con esta cultura de hoy que valora lo ecológico y ha hecho del vegetarianismo una religión.
Afirmar que lo natural siempre es bueno no es una opinión de ahora; es una vieja creencia que sigue gravitando en el modo de pensar de la gente. Y a diferencia de las ideologías que llegan y se van con el oleaje de las generaciones, las creencias están aquí para quedarse, forman parte de la mentalidad de los pueblos, vivimos dentro de ellas.
¿Lo natural es bueno? La sugestión de esta creencia tiene tal fuerza que llega a tergiversar la realidad, se impone por sí sola aun frente a toda lógica y razón. En el fondo, contrapone Naturaleza y Cultura aventajando a la primera y devaluando la segunda. Olvida que el primate del que procedemos llegó a ser humano el instante en que se desprendió de la naturaleza. Y eso fue posible gracias a un invento: el lenguaje, la cultura. La primera chispa, el fuego divino encendió para siempre la mente humana. Y desde entonces, lo crudo y lo cocido hacen la gran diferencia entre el animal y el hombre. La naturaleza es buena y el hombre la mejora.
No todo lo natural es bueno por el solo hecho de venir de Madre Natura; como tampoco no todo lo fabricado es malo. Lo que esta creencia hace es renovar el bucolismo naif de Rousseau quien, a finales del siglo XVIII, sembró la inquietud de volver a lo primitivo, al paraíso de los instintos, al “buen salvaje”, esa criatura que, según él, es cándida y generosa mientras no se la contamine de civilización. Un prejuicio que la realidad desmiente.
La idea de que la Naturaleza es madre y maestra del hombre preside la gran cultura del Renacimiento. Para un artista como Leonardo da Vinci, para un filósofo como Francis Bacon la Naturaleza es paradigma de toda aventura estética, modelo de todo emprendimiento ético. La única manera de dominarla es obedeciéndola, quien la cultiva se deja cultivar por ella.
Vivimos, al parecer, épocas paralelas. Al inicio del siglo XIX el tedio (ennui) marcó a la burguesía europea fatigada de revolución y napoleonismo. Fugarse de la civilización urbana, refugiarse en parajes exóticos fue la más alta aspiración de espíritus sensibles. Así nacieron los Atala de Chateaubriand. De la misma manera hoy, atosigados por una civilización falsificadora y robotizada nos refugiamos en el activismo ecológico que busca salvar el planeta de un probable apocalipsis climático influyendo en la mentalidad de quienes gobiernan el mundo.