Hace unos días conversaba con un amigo de mi generación, reflexionábamos acerca de los cambios de actitud que, de un tiempo a esta parte, muestra el ecuatoriano de hoy, el ciudadano que con su voto decide el rumbo de este país. Quienes hemos trajinado largamente entre las fronteras de estos dos siglos somos testigos de las mudanzas y vaivenes que, para mal o para bien, ha experimentado la sociedad ecuatoriana a partir de la década del 60. Y así como cada edad llega con sus propios afanes, cada generación trae su estilo de vivir y entender el mundo, instaura una discordia con la generación adulta. Tal es la dinámica de la vida social. No es raro entonces –aunque sí lamentable- que en la sociedad ecuatoriana de hoy se vayan perdiendo valores de convivencia y armonía que hasta unos años fueron siempre enaltecidos.
No son pocos los que reprochan el extravío de ciertas buenas costumbres, si honradas antes, hoy irrespetadas. Comencemos por lamentar el olvido de los sencillos dones de la coexistencia ciudadana: la urbanidad, el buen trato y la cortesía, indelebles marcas del hombre civilizado. En vez de ello, triunfa en todo lado un modo soez y burdo de comportarse entre iguales. Hemos olvidado el diálogo, el acuerdo, la concertación y las alianzas, algo necesario en la vida pública. En la práctica hemos postergado el respeto a los valores propios de la democracia, la tolerancia al pensamiento ajeno sabiendo, además, que no siempre será coincidente con el nuestro.
Y lo más grave, hemos extraviado la visión de país, lo que equivale a decir una visión de futuro, el anhelo compartido de ser parte de un gran proyecto histórico, el proyecto de construir una nación; una visión que, en el pasado reciente, la tuvieron nuestros pensadores más notables. Perdido el rumbo para las grandes causas del Ecuador, hoy nos acaparan las minucias de una mezquina vida política sembrada de pequeñas ambiciones.
Es bueno recordar que hasta hace algo más de medio siglo al Congreso Nacional llegaban los más capaces, juristas reputados, ideólogos del pensamiento ecuatoriano, hombres de doctrina y de principios. Naturaleza propia de todo parlamento es reunir en su seno a la elite intelectual y ética de un país. Qué panorama tan diferente ofrecen las Asambleas Nacionales de estos últimos tiempos. Hay, desde luego, asambleístas preparados, hombres y mujeres que aportan un sazonado conocimiento jurídico. Es la excepción, porque hay también de los otros, los que llegan ayunos de saberes y experiencias, que andan medio perdidos como legos en concilio de teólogos, que están allí por el toma y daca de una política de campanario. Y hay también –triste decirlo- mucha vacuidad, muchas boquitas pintadas que a la hora de los debates no dicen ni pío y cuya presencia se explica solo por la “paridad de género”.