Voy a escribir desde los años de la certidumbre, como si ello hubiese sido tan natural que no daba cabida a duda alguna. Hablo de los años 70 y 80. También lo hago desde un lugar que me catapultaría seguramente al espacio laboral que creía merecer. Con el tiempo y las aguas el abanico se abría aún más: crecía una clase media ávida de asensos y reconocimientos y de la justa ocupación de espacios de representatividad pública. Aparejado a ello, la ampliación de una oferta de estudios de especialización y sub-especialización una más atractiva que otra, creaba fantasías exhorbitantes en las jóvenes mentes. Y… a la vuelta del siglo tener un título literalmente suponía un billete al cielo. Nadie parecía percatarse que esta misma oferta intensamente diversificada era parte de un crecimiento –no del mercado laboral- sino del mercado del capital.
Se vendían carreras como vender zapatos o tuercas. Las maestrías bajaron de dos y tres años a 9 meses. La calidad de la educación desmejoró ostensiblemente; se trataba de crear en poco tiempo y a bajos costes, personas listas para entrar de manera “profesional” a un mercado que demandaba velocidad y “pertinencia”. El proceso de reflexionar y debatir no iba acorde con los nuevos tiempos; más que aprender a resolver con creatividad y ética, se requería el “hacer”, ejecutar bajo los parámetros de un mercado uniformizante, a costa de lo que fuese.
Lo más irónico de todo fue constatar que en nuestro propio país el correísmo pretendió imponer un modelo aún más perverso. Todos debíamos obligatoriamente obtener un doctorado si queríamos estar vinculados a la academia o incluso ocupar algún cargo público. Se dieron becas a diestra y siniestra. Paralelamente se debilitó la educación técnica; nos quedamos sin profesionales plomeros, electricistas o topógrafos. Unos porque habían tenido que emigrar; otros, no tenían donde formarse. Se forjó un nuevo imaginario: la munificencia del “doctor”. Las universidades -acorde a la demanda- ajustaron tiempos y contenidos a esta nueva clase que deseaba ante todo un vacío diploma de acreditación. A partir de ello, el diluvio…
Hasta hace poco, la actual generación de entre los 18 y 30 años aún abrigaba el deseo de estudiar, especializarse, subespecializarse y obtener un trabajo de remuneración acorde a su esfuerzo e inversión. Tras los meses de pandemia y la agudización de la crisis esto se ha ido al traste. ¿Reinventarse y ser resiliente? Si, retóricamente aceptable, pero no se han formulado aún políticas públicas para no dejar morir esta emprendedora generación de inanición y desesperanza. Es la tarea urgente de los nuevos gobernantes. Es parte de la reactivación humana y económica de nuestro país y debemos exigir que los candidatos tengan lista una propuesta.