En su célebre obra “Las Catilinarias”, Montalvo exalta los méritos de la institución legislativa, representante del pueblo. “El Senado de Venecia –dice- ha sido la más célebre corporación de cuantas en su clase se han hecho admirar por las naciones (…) el respeto al colegio a cuyo cargo están las leyes ha sido la medida de la civilización no menos que de la libertad. El Senado, ese Senado que no delibera, sino obedece; que no discute sino recibe; que no tiene la mira puesta en la conveniencia del reino sino en la de su protector está diciendo a grito herido que la Gran Bretaña se ha entregado ciegamente a Cromwell”. Añade Montalvo que allí donde los asambleístas desenvuelven sus torrentes de elocuencia en defensa del pueblo, “allí está la libertad arropada con su manto”.
Proeza de tiranos y de hábiles políticos es controlar y servirse del Senado; y obra de viciosos y corrompidos, ajenos a las luces y a la dignidad, viciarlo y corromperlo. “Los dominadores fuertes suelen servirse del temor; los ruines, de la corrupción…El Parlamento obedece ciegamente a Luis XIV: si no, él volverá a poner las cosas en orden”.
Con cuánta energía y belleza nuestro Juan ambateño describe los beneficios que puede generar una Asamblea dignamente empeñada en defender su independencia o, alternativamente, las tragedias que azotarían a la República si, lejos de cumplir sus deberes, se entrega sumisa a su Protector -así lo llamaban a Cromwell- y ciegamente colabora en sus manipulaciones.
Con frecuencia, las tragedias del pueblo se originan en esa actitud complaciente que, a fuer de no parecer avara en la cooperación con el poder, comienza adaptándose a sus deseos para terminar convertida en cómplice de sus arbitrariedades.
Por eso, Montalvo destaca las virtudes del Senado veneciano que sabía oponerse al gobernante en sus pretensiones de asumir todos los poderes y convertirse en medida de lo bueno y lo justo; y cuestiona, con severos tonos de censura, la domesticada actitud de una Asamblea que, alejándose del pueblo, se suma, ciega, a los designios de dominación del líder mesiánico. Y –no lo dice Montalvo, pero hay que recordarlo- Cromwell pagó con su decapitación póstuma sus arbitrariedades.
Luis XIV, el mismo que proclamándose jefe de todos los poderes dijera “el Estado soy yo”, equivalente a “yo soy la voz del pueblo”, acostumbrado como estaba a imponer su voluntad, respondía a los amagos de independencia de las instituciones advirtiéndoles “si no se hace lo que yo digo que se haga, volveré para poner las cosas en orden”.
¡Visionario y profético nuestro cosmopolita: hablando de Venecia, Francia y Gran Bretaña pensaba en el mundo entero. Recordando la historia de Dogos, Luises y Protectores, se anticipaba a predecir la de los iluminados de nuestra sufriente contemporaneidad!