El tema migratorio ha tomado una actualidad inusitada, tanto por las grandes masas humanas que, desafiando peligros de toda índole, huyen de su país de origen en búsqueda de mejores horizontes para su vida, como por el endurecimiento de las políticas de control que los países de destino han interpuesto, por razones de seguridad interna.
La migración, como fenómeno social, es una respuesta natural de quien, acosado por la violencia o la pobreza, desea ampliar sus posibilidades de progreso. Ha existido siempre y ha servido para promover el desarrollo de los países que la han acogido.
La globalización, al difundir el conocimiento de los avances de la civilización, ha sembrado esperanzas en los pueblos aquejados por problemas sociales y los ha impulsado a tomar el camino de la migración.
Según Ignatieff, profesor de Harvard, se ha llegado a producir una división ideológica entre las “élites cosmopolitas, que consideran la inmigración como un bien común basado en los derechos universales, y los electores que la ven como un regalo que se les otorga a ciertos extranjeros merecedores de unirse a una comunidad”.
La globalización ha internacionalizado también el terror y el crimen que, sumados a tendencias nacionalistas extremas, están creando una situación explosiva. Europa experimenta un retorno a la xenofobia que puede degenerar en políticas perversas de aislamiento nacional y de condena a lo extranjero.
Los migrantes han sido las primeras víctimas inocentes. Acoger a la migración en tanto en cuanto ésta se asimile a la cultura local parece razonable pero encierra inaceptables peligros de discriminación. El éxito del “brexit” y el auge de los partidos ultra nacionalistas en Francia, Austria y Holanda son advertencias ominosas. Los Estados Unidos no escapan a este fenómeno ya que el importante apoyo que ha recibido Trump se debe, entre otras necedades, a su promesa de controlar la migración desde México construyendo un muro, en nada distinto al de Berlín.
El derecho humano de movilizarse dentro y fuera del propio país es universalmente reconocido y está consagrado en nuestra Constitución. Con tal fundamento, el Presidente proclamó la ciudadanía universal y abrió sin reservas las fronteras del Ecuador. Las consecuencias negativas de tan platónica política no se hicieron esperar e indujeron a Correa a exigir que los ciudadanos de ciertos países obtengan visa antes de venir al Ecuador. ¿No fue esta medida una discriminación por causa de nacionalidad, prohibida por el derecho?
¡Y ahora hemos sido testigos de un trato cuestionable a ciudadanos cubanos llegados al Ecuador y deseosos de viajar hacia el “sueño americano” que no está precisamente en La Habana, hacia donde los ha devuelto el señor Correa!