El Ecuador está sumido en una crisis de gravedad inusitada. La incertidumbre política, la debacle económica, la corrupción, han moldeado un escepticismo peligroso y relativizado la ley y la ética. Un desconcierto generalizado flota sobre los valores que dan sentido a la vida personal y comunitaria. Ante la lentitud de la justicia, proliferan las sentencias de los “trinos”, en tono cada vez más vulgar y procaz. El país no atina a definir su futuro y los practicantes del oportunismo -voraces- se preparan para pescar a río revuelto. El cinismo matiza de gris la vida nacional.
Las últimas elecciones nos han sumido en el desconcierto. Caóticas, presumiblemente manipuladas, demostraron que agoniza el sentido de unidad y solidaridad ciudadana, que crece el individualismo miope, que los intereses privados han eliminado la noción misma de bien común. Todos, por ignorancia o cinismo, se declaran y asumen -presumidos- el rol de vencedores y, en lugar de sanar heridas, se empeñan en ahondarlas. Ignoran u olvidan que el pueblo participó en un proceso desorganizado y que votó casi sin saber ni por quién ni para qué.
Las elecciones dejaron en claro las buenas razones para desconfiar de la política y los políticos, y demostraron cuan débil es la institucionalidad pública y cuán influyentes los rezagos del régimen anterior. Concomitantemente, debilitados los fundamentos de la democracia, se han vuelto claras sus falencias. ¡Hay que corregirlas! Ya no es bueno lo que se ajusta a la moral y a la ley sino lo que asegura réditos materiales inmediatos. La clase política ha claudicado, la juventud luce escéptica y el pueblo observa con aparente resignación.
La crisis no afecta solamente al Ecuador, pero no por ello es menos preocupante. El país necesita un sacudón que no pueden protagonizar los debilitados y atomizados partidos políticos y que, si el gobierno no responde con eficacia, podría darse en calles y plazas, lo que no presagia días de tranquilidad y orden.
Es hora de que el gobierno adquiera consciencia de esta gravísima realidad y se decida a afrontarla con entereza. El mayor peligro consistiría en el inaceptable retorno de las ideas del principal causante de la crisis, defendidas aún con testaruda e interesada ceguera por sus cómplices y beneficiarios. La década negra no puede repetirse ni siquiera por un día. El reto actual -la salvación del país- pasa por ello. Es necesaria una coalición de todas las fuerzas de derecha, izquierda o centro, ciudad o campo, trabajadores o empresarios, para dar viabilidad a este objetivo.
No se trata de buscar quimeras sino de acordar un mínimo, indispensable consenso. Hay que dejar de lado las vanidades y los egoísmos. Si no, podremos llegar a ser un “Estado fallido” y volver a caer en manos de un aventurero amoral.