Una de las batallas políticas más enconadas que ha vivido EE.UU. en muchas décadas se está librando en estos días en relación con la confirmación o no por el Senado del juez Brett Kavanaugh, nominado por el presidente Trump para llenar una vacante en la Corte Suprema. Hasta hace muy poco, la confirmación parecía asegurada, dada la mayoría Republicana en el Senado. Pero días antes de culminar el proceso, surgieron acusaciones de abuso sexual contra Kavanaugh de tres mujeres que se han identificado, y otras dos cuyas autoras han permanecido anónimas. A último momento, el senador republicano Jeff Flake de Arizona condicionó su voto, que por motivos ideológicos favorecería la confirmación de Kavanaugh, a que el FBI investigue dichas acusaciones. Durante la actual semana, esa parte del drama se esclarecerá, y se definirá el futuro de la Corte Suprema norteamericana.
Las mujeres que en Estados Unidos denunciaron públicamente al Juez Kavanaugh, al magnate de Hollywood Harvey Weinstein, al comediante Bill Cosby condenado la semana pasada a prisión por violación, tuvieron, para hacer esas denuncias, que sobreponerse a una gigantesca presión familiar y social, ejercida durante gran parte de sus vidas, para que mantengan silencio. Primero fueron unas pocas, pero en los últimos meses se ha dado una suerte de masiva rebelión por parte de las víctimas, el llamado “Me too movement” (Movimieno “Yo también”), nacido en Estados Unidos pero ahora activo a nivel mundial, que finalmente parece estar derribando esas barreras y logrando que cada vez más mujeres revelen, hablen y acusen.
Esta y otras formas de intentar responder al milenario problema del irrespeto, el acoso, el abuso sexual y la violación de mujeres merece el más decidido apoyo de todos nosotros, los hombres, movidos por compasión, por amor a las mujeres en nuestras vidas, pero sobre todo por un sentimiento de profunda vergüenza.
Tal vez sean incapaces de sentirla los corruptos cuyas fechorías se han develado en Brasil, Guatemala, Colombia, Perú, Ecuador y tantos otros países. Tampoco es muy probable que la sienta Nicolás Maduro, a juzgar por el desenfado con el que disfrutó de aquellas suculentas costillas de cordero que él y su mujer comieron en Estambul, mientras en Venezuela su pueblo pasa hambre. Pero millones de hombres con algún mayor nivel que el de esos sinvergüenzas de decencia y de conciencia sí podemos y debemos avergonzarnos del irrespeto, el acoso y el abuso al que son sometidas a diario millones de mujeres.
¿Son responsables de que termine esta vergonzosa realidad las propias víctimas, que al fin van encontrando sus voces para alzarlas en protesta? No. No es aceptable que nosotros, los hombres, deleguemos esa responsabilidad. Es nuestra, y debemos asumirla.