Jorge Glas no es la enfermedad, es el síntoma
Es inaudito. El vicepresidente Jorge Glas, como el infiel sorprendido en la cama con su amante, se empeña en negarlo todo, en afirmar que no sabía nada sobre las andanzas de su tío, quien por años tuvo acceso a información privilegiada del Gobierno.
En su última rueda de prensa -agresivo y amenazante- Glas no pudo explicar por qué no tuvo información ni control sobre Ricardo Rivera, tampoco respondió por la montaña de casos de corrupción que pasaron por sus narices en los sectores estratégicos.
Su actitud es muy parecida a la que tuvo el expresidente Rafael Correa cuando se supo que su hermano obtuvo contratos con su Gobierno por más de 500 millones. Entonces, Correa negó conocer esas contrataciones y enjuició a quienes lo denunciaron.
Glas sigue el mismo libreto. Hoy amenaza con juicios a quienes lo han “difamado” y denuncia un supuesto linchamiento mediático.
Correa y Glas simbolizan un sistema decadente que se enraizó en el país está última década. Caracterizado por la ausencia de controles de la gestión pública.
Así se configuró la hegemonía del movimiento-Estado (Alianza País), que acabó con los contrapesos de las demás funciones, donde se estructuró un esquema corrompido, viciado de lealtades personales.
Pero Glas y Correa no son los mayores problemas del país. Es ese sistema perverso que montaron para impedir la fiscalización, aplacar a la disidencia, encarcelar a opositores y líderes sociales. Ellos son los arquitectos de ese paradigma que enarboló el consumo y el enriquecimiento desaforado y socavó los valores de la honestidad y la transparencia.
Por eso, es oportuno recordar al filósofo Platón y sus reflexiones sobre el bien y la justicia en su libro La República. Para él, el ideal de una sociedad justa estriba en que la política esté subordinada a la ética, sin la cual ésta degenera en ambiciones personales o en la defensa de intereses particulares.
La consulta abre la puerta para desmantelar esa estructura, reconstruir la democracia.