Gracias al internet tengo frente a mí el retrato de Jorge Crespo Toral cuando era ese joven universitario que irrumpió en la turbulenta vida política de la década de los 50. Su mirada entre serena y compasiva, la amplia frente esclarecida, el mentón firme y esa ligera sonrisa que palpita en la boca, un estremecimiento en el que el labio inferior levemente desborda al superior, rasgo fisonómico, este último, heredado de su progenitor, el doctor Emiliano Crespo Astudillo, patriarca de la medicina en Ecuador, allá a inicios del siglo pasado.
Yo era un adolescente aún, alguien ajeno a la contienda ideológica, cuando Jorge y sus camaradas de ARNE metían mucho jaleo y batahola en las luchas universitarias. Tenían toda la pinta de elegantes señoritos, católicos militantes, turbulenta cuadrilla de tiburones nadando en agua vendita, aguerridos mozalbetes dispuestos a enfrentarse vis a vis a la curtida hueste de la juventud comunista. Jorge era de los más convencidos y elocuentes y sobre todo y a su modo, de los más auténticos.
De una olvidada página de “Combate” (17-08-1953), periódico de ARNE, extraigo estas frases escritas en esos días de entusiasmo por las grandes causas de la Patria, palabras que sintetizan el fervor rebelde que consumía a esa joven generación que irrumpió hacia el año 44: “Solo quien es capaz de hacer de su propia vida una milicia austera, puede pretender el título de revolucionario y alcanzar el privilegio de serlo. La Revolución es obra de profundo sacrificio… No se puede ser revolucionario hoy y dejar de serlo mañana… La actual generación ecuatoriana ha sido señalada con el trágico y hermoso signo de la revolución”. Quien así se expresaba no era un tempranero Che Guevara, era un veinteañero de la católica ciudad de Cuenca de los años 50, era Jorge Crespo Toral.
Acero templado al fuego, su espíritu; templado, sí, para la lucha diaria en el más humanitario de los emprendimientos: la Confraternidad Carcelaria, una iniciativa de Jorge Crespo en favor de los más olvidados de la sociedad, aquellos que perdieron su libertad. Redimir al preso, levantarlo de la afrentosa situación en la que yace, tal fue la misión que, a él, le fuera revelada un día en su camino de Damasco.
Apóstol de la justicia y la compasión y poeta, por añadidura, Jorge cultivó, desde los años colegiales, una secreta pasión por la poesía. Ahora mismo ha salido a luz un libro póstumo que recoge los sazonados frutos de su obra poética. Se titula “Las Tres Tiendas del Asombro”, publicación doblemente hermosa, pues en sus páginas alternan la clásica exquisitez de los sonetos de Jorge con las sugerentes tintas de Hernán Crespo Toral y Hernán Crespo Bermejo. Por su peculiar estructura y cohesión interna, el soneto es la mayor hazaña que un poeta puede enfrentar. Jorge no se arredró ante prueba semejante.