El jefe, el que decide y señala el camino; el que impone y resuelve el destino de los demás. En fin, el que logra sumisión. Ese personaje es el que explica la verdadera índole del poder. En él radica el secreto de la compleja sicología de la servidumbre. Ese personaje está en el vértice de las dictaduras y en la cumbre de las democracias. Es el quien porta las coronas y lleva los estandartes, el quien marca el acento de los himnos, quien santifica las ideas, legitima las estructuras, y usa como vestuario de ocasión las constituciones.
En ese proceso de evasión de la realidad en que viven sumergidos casi todos los teóricos del poder, está casi ausente el estudio de caudillos y jefaturas como fenómeno dominante. Politólogos y otra suerte de intelectuales han preferido mirar a otra parte e inventar, como consuelo, la teoría de las instituciones; han resuelto por miedo, ceguera o compromiso, especular sobre la presunción soberanía popular y rizar el rizo del cuento de la representación, Y han ignorado lo que en América Latina es la realidad dominante: la voluntad de concentradora de un hombre, la fuerza de dominación de un personaje y sus nocivos efectos sobre los derechos y las libertades.
La Argentina es un buen ejemplo de cómo los caudillos, en último término, son la única verdad política tras los oropeles de patrias y democracias en que son tan fértiles los discursos de los demagogos al uso. La Argentina -su historia- es un caso extremo que explica las formas de encubrimiento que la democracia plebiscitaria inventa para enmascarar el populismo y agazapar los antiguos caciquismos, que prevalecen desde antiguo en la cabeza y en el corazón de las masas. Cristina Fernández, al posesionarse como presidenta reelecta de ese país, juró por “Él” y después por la Constitución. “Él”, a quien la presidenta convocó en tan solemne ritual como el dios tutelar, no era, por cierto, la institución republicana, ni era el pueblo. Era, el último caudillo peronista, su esposo Néstor Kirchner. Es decir, la sombra heredada de la magia, del carisma, de la política sentimental.
Y “Él”, a su vez, fue descendiente político de Juan Domingo Perón y de la inefable Evita. Y, por supuesto, tras Perón, están los viejos caudillos provinciales, los “padrecitos”, están Facundo, Rosas, el Chacho Peñaloza y un largo etcétera que se remonta hasta los orígenes caciquistas que son comunes a toda la historia latinoamericana, esa novela de jefes, de cortesanos y de masas que aplauden.
Cada país tiene su historia de caudillos, de “gendarmes” necesarios”, de seres “portentosos”, casi dioses, que han encarnado la autoridad, han anulado al Estado y han endiosado la obediencia. Que han hecho de la adoración a la jefatura la razón de ser de la vida de las masas, y de la obediencia, el paz y salvo para ser parte de la patria boba.