Reescribo esta historia luego de muchos años, en la esperanza ¿inútil? de que no se repita. ¡Somos tan proclives a degradar, a ofender a los más pequeños de entre nosotros!… Se llamaba María; aunque su nombre fuese María del Rosario, ‘era’ María, nombre más ‘adaptado’ a su condición… Se fue de casa para casarse, tuvo dos niños de un marido borracho; indeciblemente, pudo educarlos sola con maravillosa decencia, con esa misteriosa condición que hace de la mujer popular latinoamericana, en frase feliz de García Márquez, ‘una mujer de milagro’… Su vida fue un milagro de esfuerzo y amor. De sentido estético, de gusto por las cosas bien hechas, de rehacer a pulso la esperanza cotidiana.
Conseguimos cupo para el mayor de los niños, de doce años, en un ‘reputado’ colegio técnico. Tímido y suave, fascinado por las estrellas, se fabricó una especie de telescopio con el que pretendía encontrar mundos lejanos. En la clase numerosa apenas hablaba: de su universo interior no se alejaban, imagino, las escenas violentas, la delicadeza y pena de la madre, el hermanito inesperado, la pobreza, la lucha, la separación…
La profesora, un día, luego de haber tomado lista, con el aire de quien va a descubrir misterios infranqueables, preguntó: -¡A ver, niños: ¿quién es el compañero que todito el año ha venido con el mismo pantalón viejo a clase?!… Y los chicos, a coro: ¡El Carlitos Machuca, señorita, el Machuca, el Machuca!… María me contó entre lágrimas esta horrible historia, que conoció porque Carlos no volvió a clase; no le convencieron el llanto de la madre, amenazas ni gritos. Ella fue a hablar con la ‘maestra’ que se preguntaba el porqué de la ausencia del niño. Un amiguito de Carlos había comentado a su madre la escena, y esta se la contó a María. Y María, ante mí, se disculpaba: -Es que no tenía para comprarle otro ternito, cierto que ya brillaba, es que usted sabe… Sí, yo sabía…
Me lleno de ira al evocarlo. Ha pasado media vida. ¿Qué pasó con Carlitos?, ¿dónde está?, ¿qué hace luego de la muerte de su madre, joven todavía? ¿Qué atroz resentimiento, qué insensibilidad sugirieron a la ‘maestra’ esta estúpida burla?; ¿qué carencias personales la impulsaron? Historias como esta no son excepcionales. Muchos profesores de colegios públicos, más que de escuelas y colegios privados (donde los padres pagan), vomitan, literalmente, su resentimiento en los niños; disimulan sus frustraciones, frustrando el ya difícil universo de tantos pequeñitos, para resarcirse contra la vida de los demás, de la vida vivida. Esta historia es atrozmente cierta. No he añadido una palabra, le he restado muchas, todas las que me estallan en el corazón ante la inaceptable brutalidad que quita a nuestros niños la poca confianza en sí mismos que pudieran tener. Y recuerdo a Carlitos, dormido con su telescopio, frente a la ventana estrecha del dormitorio común…