No era hora de asustarse

La mañana de la posesión de Jaime Roldós retornaba yo de Panamá, pero, debido al tráfico de las delegaciones, el aeropuerto de Quito estaba cerrado, así que nos desviaron a Guayaquil.
Decidí aprovechar la inesperada escala para entregar un texto y unas fotos a la revista Caskabel, que me había enviado a cubrir la revolución nicaragüense. Sellé el pasaporte y salí del aeropuerto. Al volver comprendí que había cometido un error pues era imposible volver a presentar los papeles en Migración para abordar el avión y no tenía plata para otro pasaje a Quito. Pero luego de todo lo que venía pasando no era hora de asustarse.

Tres semanas antes, apenas el Frente Sandinista logró la victoria, habíamos cruzado de Costa Rica a Nicaragua con un amigo, sin trámite alguno pues los funcionarios somocistas se habían hecho humo y solo andaban por ahí algunos chicos con fusiles más grandes que ellos que nos pedían cigarrillos. Enfilamos hacia Managua detrás de una camioneta de guerrilleros que en determinado momento saltaron del balde a perseguir a tiros a los últimos guardias que escapaban por el campo. Tres días después, cuando imprudentemente nos acercábamos a un retén al anochecer, encandilándolo con los faros, fuimos nosotros quienes escuchamos una ráfaga de advertencia.

Luego, al abandonar Nicaragua, dos sandinistas de guardia apenas miraron los papeles. Ni sabían de migración, ni les importaba mucho: ellos estaban cambiando el mundo. Finalmente en Panamá me dieron posada unas amigas simpáticas con las que salimos de rumba en el sentido caribeño del término. El resultado fue que perdí el vuelo a Quito y debí esperar hasta el 10 de agosto.

Y aquí estaba ahora, en Guayaquil, caminando con la mayor naturalidad posible más allá de los pasajeros que hacían cola para la ventanilla de Migración.

Nadie me preguntó nada y me embarqué a Quito, algo que sería imposible hacer hoy con los exagerados controles de drogas y terrorismo. Pero mis problemas no terminaban al aterrizar pues cuando presentara el pasaporte verían que ya había entrado el Ecuador. Aunque siendo la cuarta vez que iba a saltar una frontera a la torera, ya le estaba agarrando el gusto al asunto. Otra vez pasé por el costado de la fila como si fuera alguien que trabajaba en el aeropuerto de Cotocollao e ingresé muy suelto de huesos a una capital que llevaba ya tres horas en democracia.

40 años después nuestra frágil democracia intenta reponerse del asalto correísta mientras en Nicaragua reina un nuevo somocismo. En el plano personal, una consecuencia del viaje fue que decidí saltar mi propia frontera: abandoné mi cátedra en la Universidad Central, regalé todos mis libros de marxismo y partí a recorrer Europa como mochilero. Nunca me arrepentí de haberlo hecho.

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