La cabellera larga flameando al viento, la barba revuelta, el rostro macilento, las manos nervudas, la mirada aguzada para llegar a la otredad de la piedra, umbral y horizonte de su obra, el maestro Jaime Andrade (Quito 1903-1990) levantó su creación escultórica, de las más poderosas y ricas de América.
Para sus murales Andrade buscaba el espacio preciso y esa luz única, indispensable para su perpetuidad. Solo entonces erigía sus creaciones, dejando que el sol, el agua y las veladuras de las sombras y el tiempo hicieran lo demás. El sol esplende las tallas, el agua lava sus formas, las sombras las apacigua. “Toda sombra apacigua”, decía Jean Arp; el tiempo las perenniza. Andrade amó la piedra. Vivió asediándola, cautivándola. Piedras indóciles o mansas, piedras de todas las edades. Y sus mosaicos de piedra: música, fusión de soles, lunas, hombres, mujeres, historias. Huellas de ascuas perdidas, las del meteoro desgarrando el espacio.
En todos los materiales que ensayó Andrade: metal, madera, cobre, alambre –el latón delgado y la cera negra cuando sus manos fueron asoladas por la artritis–, dejó la impronta de su austeridad conceptual. Refundación de los elementos. Flujo de su averiguación de la esencia del arte escultórico.
En la Universidad Central se yergue uno de sus notables murales. Seis años de trabajo. Convocación de la historia de la humanidad: sus vicisitudes y peregrinajes, caídas y levantamientos, incertidumbres y esperanzas. Con un pesado martillo mecánico labró fragmento por fragmento su épico muro.
Las “leves” piedras de Andrade convertidas en encaje y traslucidas por su mano devota, hasta hacerlas tan ligeras y tenues como velos, aparecerán en sus murales. En el Seguro Social, homenaje al trabajador. Sembradores, pescadores, obreros: figuras plásticas magníficas conscientes de su esencia. Pasión y amor. En otro del mismo instituto: figuras que rezuman intemporalidad. Los rasgos de las imágenes devienen ritos. Conciliación y cadencia. En los murales del Banco Central y en el de Préstamos, el maestro difunde visiones astrales y vegetales de fascinadora materia, preludio de sus abstracciones.
Para su mural de un hotel congregó las piedras como por arte de ensalmo para recrear sus “Danzantes”. Convergencias y escisiones. El movimiento es danza, la danza retozo, el juego contienda: creación y destrucción. Tiempo redivivo. En el antiguo aeropuerto de Quito unimisma elementos cósmicos. En la plancha más imponente fundó el sol, en un zócalo de cobre dejó fluir el mar, a la derecha una suerte de Prometeo ascendiendo al infinito con el fuego creador en sus manos.
“Oculto/ Tras su manto de transparencias/ Su marea de maravillas/ Todo llameaba/ Piedras mujeres agua/ Todo se esculpía/ Del color a la forma”… Sabio y sobrio, solitario, desasido de todo lo fatuo, Jaime Andrade Moscoso, el escultor del siglo.