Un mundial de fútbol pone en la misma cancha a seleccionados de países tan distintos y distantes que llama a las reflexiones más diversas. Una vez más el mundial sirve para romper los prejuicios con los que saltan a las canchas los astros del fútbol, listos para derrotar a los equipos chicos, prevalidos de técnica superior, millones en las bolsas de apuestas y transferencias estrafalarias. Y sirven, claro, para reventar los pronósticos, quebrar a los apostadores y dejar mal parados a brujas, pulpos y otras especies de animales adivinadores.
Los favoritos siempre lo son, pero casi nunca terminan todos ellos entre los cuatro primeros lugares. En este Mundial de Rusia, donde ya se dice que el campeón es Putin, proyectando la imagen de un nuevo ‘zar’ del siglo XXI, encaramándose sobre las ruinas del socialismo y la reinvención de un capitalismo tan particular que tuerce las leyes del mercado en su propio beneficio y conquista aliados de forma pragmática.
En esa Rusia de Putin se midió un equipo nuevo, Islandia, una isla del norte y lejos de todo, con 370 000 habitantes que resisten un invierno atroz y donde los migrantes son bien recibidos. Trabajan, aportan y construyen una sociedad bastante más equitativa sobre la experiencia de la quiebra bancaria de 2008 para llegar a la estabilidad tan ansiada en los países de todos los continentes.
Con un equipo amateur, de gigantes cuyos apellidos terminan todos en ‘…son’ puso a la selección Argentina, una de las grandes favoritas, a bailar a su son, le empató, le resistió sin juego brusco aunque recio, como los rigores de su clima, nada preciosista pero efectivo, que logró arrancarle un punto y ahogar la magia de Messi.
Desde la tierra de los volcanes, Islandia mostró que en el fútbol la asimetría de la danza de los millones no cuenta cuando los 11 contra 11 se miden en similares condiciones y eso quizá le sigue asignando al deporte rey la magia de la incertidumbre. Nada estará dicho hasta la final del 15 de julio.