El retiro de las tropas norteamericanas de Iraq ha sido comentado en todo el mundo. Se lo interpreta como la rectificación tardía de un error garrafal de Bush que invadió Iraq y derrocó a Sadam Hussein, o como una inocultable derrota política y militar de los Estados Unidos. No faltan quienes piensan que la situación de ese país se agravará por las disidencias internas y que su marcha hacia la democracia sufrirá un grave retroceso. Para Francia, Iraq puede ser el verdadero “laboratorio de la democracia en el mundo árabe”. En Estados Unidos se comenta que Obama está cumpliendo una promesa electoral y reduciendo enormes gastos financieros.
Hace poco, en Berlín, tres personalidades de la academia, el periodismo y la diplomacia analizaron el tema en el programa ‘Quadriga’. Recordaron que la invasión de Iraq se basó en una información equivocada o en un engaño sobre la existencia de armas de destrucción masiva; opinaron que la acción militar no ha logrado resolver los problemas de seguridad ni alimentar ideas democráticas en el pueblo; afirmaron que la democracia no puede ser el resultado de una imposición sino de un proceso que tomará más de una generación; y, sobre todo, coincidieron en que el bienestar del pueblo iraquí y su contribución a la paz regional, requieren de un acuerdo mínimo entre las fuerzas políticas, religiosas y culturales de ese complejo país, dividido por rivalidades y odios ancestrales.
Hay que subrayar la identidad de criterios sobre varios puntos fundamentales: a) la democracia no se impone ni por la fuerza de las armas ni por la prédica de programas ideológicos; b) para conseguirla es necesario acordar un plan mínimo de gobierno, que cuente con el apoyo general del país: c) la confrontación exacerba las rivalidades y conduce a la implantación de regímenes autoritarios que se consideran necesarios para “disciplinar al país”.
Se podrá decir que, si van así las cosas, la gobernabilidad de Iraq no se conseguirá en un futuro previsible. Puede ser así, pero para construir una sociedad libre y respetuosa del derecho, que busque su propio futuro, no hay otro camino. Tenemos muchos ejemplos en América Latina, Europa y otros continentes. Sin acuerdos políticos, los países traumatizados por injusticias y desigualdades no pueden progresar. Las revoluciones que buscan cambiar radicalmente la historia podrán tener éxitos pasajeros, pero terminarán por agudizar los problemas que pretenden resolver.
En Iraq o Ecuador -pueblos, por supuesto, muy diferentes- el progreso democrático dependerá del grado de consenso que pueda obtenerse en la sociedad nacional. El gobierno tiene el deber de propiciar y construir esos consensos. Nada le faculta para imponer la pretensión de una arbitraria concepción ‘democrática’, a su manera.