En silencio, con premeditada virulencia, el invasor recorre la zona que pudiera ser más vulnerable, aquella superficie descuidada, ese plano afectado, aquel órgano de apariencia endeble. Se refugia entonces el invasor en algún recoveco que lo mantenga invisible, que le permita recobrar fuerzas, asentarse, permanecer latente y, pronto, multiplicar su ejército de avanzada, de uno a dos, de dos a cuatro, de cuatro a ocho, hasta saberse imbatible cuando llegue la hora de emprender el asalto final.
Un día cualquiera, robustecido, seguro de sus posibilidades, abandona ese nido macabro y ataca. Al principio, sus movimientos son perezosos, taimados, tal como suelen llevarse a cabo las ofensivas de los verdaderos estrategas y, también, curiosamente, las de los cobardes.
Sin embargo, a pesar de las precauciones que tome el invasor, siempre habrá algo o alguien que delate o detecte su presencia: un síntoma, un sabio, alguna extraña intuición, un movimiento en falso. Solo entonces, ubicado, definido el lugar en que anida, la víctima comprenderá que se ha convertido en una víctima, que ha sucumbido a un asedio silencioso, que ha caído en una emboscada. Y a partir de ese instante todo dependerá del tiempo, o de implacables designios divinos o, quizá, de los inciertos ragateos del destino. Y habrá también, por supuesto, quien logre derrotar al invasor, aquel que pase heroicamente de víctima a victimario, pero serán casos excepcionales, verdaderas hazañas de aquellos que se consideraban vencidos.
Pero hay ocasiones en que el invasor no ataca desde dentro, ni lo hace de forma planificada, sino que actúa con arrebato e improvisación, con brutalidad o al menos con torpeza, cuando no con sevicia y maldad. Hay momentos en que el invasor ataca sin haber previsto el campo de acción ni haber identificado un sujeto particular para el asalto. En esos momentos fugaces, normalmente violentos, el invasor se apodera de la mente de otro individuo al que le resulta sencillo gobernar, y como resultado de aquel gobierno, de esa furtiva y repentina conquista, de aquel instante de insensatez o de perversidad, se devela sobre alguien más, en una esquina, en cualquier calle, en la noche o en el día, en la puerta de un bar o en la plácida calma de un templo vacío, un gigantesco, incomprensible telón negro que lo envuelve todo.
El invasor ha adoptado en los últimos días distintas e inexplicables formas. Una de ellas fue la del asaltante furtivo que trabaja de modo sigiloso, discreto, para llevarse intempestivamente a una madre joven, amiga y esposa, que iba apenas a medio camino. En otros casos tomó la forma de un usurpador fugaz e implacable, cerril, brutal e inesperado, un invasor sin rostro que en esa vorágine incoherente e inapelable se llevó el espíritu de una mujer abnegada, abuela y madre, y en otro lugar más lejano, una madrugada, interrumpió el viaje, que apenas había empezado, de un joven estudiante.
A la memoria de Nani, Cecilia y Emilio.
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