La intimidad fue un derecho fundamental, indispensable para ser personas, para gozar de autonomía, para pensar y decidir. Fue la trinchera tras la que se desafiaba al poder, el límite después del cual las incursiones del Estado se volvían ilegítimas. La intimidad de los individuos fue la marca de las repúblicas, el espacio desde el cual ejercíamos la moral laica; fue el refugio de la tradición de las familias, el espacio para cultivar los gustos y las lecturas.
Y fue el factor para fertilizar las ideas, para atreverse a ser diferente y enfrentar a quienes había que decirles ¡no!, y ponerles fuera de nuestra casa espiritual, de patitas en la vía de lo público, de lo ajeno, de lo extraño.
Pero, de un tiempo a esta parte, la intimidad se ha convertido en “problema” para el Estado y el mercado, quienes, desde la política y la propaganda, nos invaden y abruman en procura de anular los espacios que aseguran la independencia de las personas. Más aún, la intimidad se ha convertido en “problema” para algunos que han decidido poner en vitrina su vida, comunicar sus ínfimos detalles, publicar todo sin reservarse nada, y ser la síntesis primaria y desvalida de lo que la enfermedad de llamar la atención impone.
Las redes sociales, sin desmerecer las facilidades que generan en un mundo en que la conectividad es la moda, están provocando, sin embargo, la renuncia a la intimidad, a los espacios vedados al público. Su uso desmedido e irreflexivo ha hecho que se saque a la vía pública -para exhibición, disparate y chisme- lo que pertenece a cada persona, lo propio, lo personalísimo.
De ese modo, entre el acoso del Estado y del mercado, y la novelería de exhibir los trapos, mucha gente va quedando inerme, sin la reserva ni la privacidad respecto de las cosas, actividades y hechos que solo debería conocer el individuo y, quizá, su familia.
La idea es vivir en público, revelar lo que se puede y lo que no se debe. La meta es estar en la boca de todo el mundo, “ser popular”, llamar la atención. La meta del Estado, por su parte, es cercar a la intimidad para que los márgenes de independencia se reduzcan, para que todo el mundo se ajuste al equivoco concepto de “ciudadano”, y para que, enganchados los individuos en cualquier consigna o mandato, obedezcan y obedezcan…, ya sea por interés en el empleo o en la prebenda, ya por miedo a disentir, ya porque el discurso, por reiterativo y abrumador, llega a convencer que “individualismo” y “libertad personal” son palabras malas.
Al mercado, por su lado, le interesa derrumbar los límites, uniformar, ajustar la humanidad al sumario esquema del maniquí y la vitrina, porque así se puede vender, condicionar los ideales a la moda y asegurar que el “ciudadano político” sea, a la vez, consumidor eficiente, público voraz y masa embelesada por el espectáculo.
¿La intimidad es, entonces, antigualla que estorba?