En la era de las redes sociales no existe político respetable, cualquiera califica a cualquiera de pobre diablo y mientras menos racional sea el sujeto, más agresiva es la descalificación gratuita a los demás. Lo que puede hacer un político en el poder no asusta, ninguno hace nada, todos son iguales, dice la gente. De las descalificaciones personales se pasa a la calificación de los políticos como parte de una trama superior, nacional o trasnacional que infunde temor porque parece la encarnación del mal; de la polarización se pasa así a la conspiración. Si los políticos no son de fiar ni de temer, hay que pintarlos como parte de alguna conspiración para asustar a los electores.
Los incendiarios de octubre y sus defensores pretenden justificar las acciones violentas diciendo que combatían al Fondo Monetario, al Imperio o la oligarquía. Ni uno solo de los desaforados revolucionarios sabría definir a esos enemigos tenebrosos a los que se supone combaten. Desde la derecha también se pinta a los candidatos de izquierda como emisarios del Foro de Sao Paulo, instrumentos de la guerrilla o tontos útiles del populismo de izquierda. ¿Por qué los políticos asustan con esos espantajos a los ciudadanos? Porque no buscan electores informados y racionales sino fanáticos y creyentes.
Antes se urdían conspiraciones atribuidas al demonio, la masonería, los jesuítas, o el Ku Klux Klan. Los poderes diabólicos de ahora son China, las transnacionales tecnológicas, el Fondo Monetario Internacional. Antes estaban los ciudadanos manipulados por la ignorancia, ahora por el exceso de información. Vivimos abrumados por el miedo a todo, nos asusta la pandemia, la crisis económica, los fenómenos naturales; circulan teorías conspirativas que amenazan con el cambio climático, la rebelión de los robots, la pérdida de la privacidad o el cataclismo final. En este clima de miedo es fácil presentar a los adversarios políticos como vicarios del mal y transformar a los ciudadanos en fanáticos, capaces de creer cualquier cosa y defenderla apasionadamente.
En nuestra política lo que no es delirio es sofisma y son los mismos sofistas quienes caen en sus trampas. En el juicio político a la Ministra de Gobierno, los asambleístas quedarán mal hagan lo que hagan. Si le condenan se dirá que a los incendiarios de octubre les otorgaron impunidad y quien intentó defendernos es condenada; pero si le perdonan se dirá que pidieron al Presidente, con 120 votos, su destitución y cuando ellos tienen que tomar la decisión no se atreven.
Este planteamiento es un sofisma, aunque se publicite profusamente, porque la Asamblea no puede juzgar a los incendiarios pero tiene la obligación de juzgar a la ministra. Si los asambleístas no son capaces de desmontar el sofisma, tendrán que inventar una conspiración. La ministra ha hecho las dos cosas: ha armado el sofisma y ha planteado una conspiración.