¿Qué influencia podemos tener hoy los escritores en las políticas de conducción del Estado? Poca en verdad y en la práctica ninguna. No deja de ser válido aquello del compromiso de los intelectuales con el cambio social. Primero, somos ciudadanos con deberes ineludibles con el país, con el pueblo al que pertenecemos. Menos optimistas que antes, desconfiamos de la demagogia literaria, sobre todo de aquella en la que cayeron nuestros mentores quienes opinaban que trayendo el discurso partidista al arte literario se apuntalaba la justicia a la par que se hacía buena literatura. La proclama política ostentosamente interesada no se aviene bien con el verdadero arte que, en esencia, es disidencia, desinterés, ruptura y búsqueda de libertad.
Nuestra generación (la llamada “del 60”) creció en el supuesto de que los intelectuales, por el hecho de profesar un oficio que se concentra en manejar ideas, ejercer la crítica y proponer utopías, conformaban una clase privilegiada y culta cuyo destino no era otro que medrar de la burocracia pública (la “nueva clase” de Milovan Djilas), circunstancia que alentó la vanidosa creencia de ser, algo así, como “el poder tras el trono”. La proclividad del intelectual al diletantismo -sazonado, a veces, de auténtico saber y otras, de mera facundia- unida al ejercicio de la retórica le confería prerrogativas en una sociedad como la nuestra en la que las claves de la política eran manejadas por los propietarios de anacrónicos partidos quienes, además, fungían de hermeneutas, historiadores, escribas y letrados.
Bien sabemos que la voz del intelectual rara vez alcanza los oídos del poder. Su proverbial independencia de espíritu ha hecho que, por lo general, sean vistos bajo sospecha por los pudientes y sus servidores. Aquella vanagloria, aquella opinión que los intelectuales guardábamos de nosotros (valoración que nos hacía creer que teníamos la respuesta a los interrogantes, que conocíamos la clave de las transformaciones), nos hacía sentir optimistas pensando que un libro nuestro podía desencadenar procesos de cambio, vanagloria y opinión que chocan, cada vez más, con la realidad política y comunicacional que hoy experimenta la sociedad en la que los entes difusores de ideas han perdido identidad, llegan desde afuera, a partir de la globalización dominante. Solo después nos dimos cuenta de que los tiempos que corren ya no son, ya no podían ser, los de un Juan Montalvo ni siquiera los de un Jorge Icaza.
Aquellos revolucionarios de cafetín de los años 60 pronto hicieron mutis por el foro; hoy se los halla solamente en sus novelas; es allí donde, con nostalgia, teorizan acerca de sus “desencuentros”.
Quizás el hablar por aquellos hermanos que no encuentran todavía sus palabras signifique, para los escritores de hoy, el hallar un sentido, más próximo y más humano, a esa solidaridad y a ese compromiso nunca desmentidos con nuestro país y nuestro pueblo.