“Este es el primer paso hacia la constitución de los Estados Unidos de los Andes” –dijo solemnemente un diplomático de uno de los países de la Comunidad Andina durante un breve acto celebrado a comienzos de junio de 1969 en la embajada ecuatoriana en Checoslovaquia para celebrar la suscripción del Acuerdo de Cartagena, que tuvo lugar el 26 de mayo de aquel año. Yo vivía en Praga por entonces y mantenía con la embajada una relación cordial, pero distante; sin embargo, el embajador Barriga (cuyo primer nombre he olvidado) tuvo la gentileza de invitarme, quizá porque yo, además de otras ocupaciones, escribía comentarios para las emisiones de Radio Praga hacia América Latina.
La eufórica declaración del diplomático fue tan rotunda que bastó para que se hiciera el silencio en el pequeño grupo en que yo estaba. Otro de los presentes, que parecía aureolado por su prestigio de intelectual humanista y erudito, habló entonces para sacar del embarazo a los presentes, y afirmó que “sólo la Esfinge sabe por qué tardan demasiado los destinos de América.” Y otro más, que sin duda tenía sus zapatos bien pegados a la Tierra, rompió rápidamente esa burbuja de reflexión sobre el destino introduciendo un sabroso comentario sobre el último partido de la liga checoslovaca.
Medio siglo después, las noticias sobre la posesión de la presidencia pro témpore de la Comunidad Andina, por parte del señor Lasso, han traído a mi memoria ese lejano episodio y no sé si las palabras de aquel diplomático fueron ingenuas o visionarias. El sentido común me induce a pensar que varios pueblos asentados en una misma geografía y vinculados por cinco siglos de pasado común deberían formar un solo estado, echando mano del sistema federal para que no se pierdan las identidades locales que difícilmente se han construido a lo largo de los doscientos años de historia republicana. No obstante, ya es sabido que el sentido común es el menos común de los sentidos: una visión realista de América nos ha enseñado desde hace mucho tiempo que las oligarquías locales prefieren siempre la rivalidad y desdeñan la cooperación. En el curso del mismo medio siglo de existencia de la CAN, Europa pudo vencer las profundas diferencias entre la mayor parte de sus pueblos y ha constituido una entidad supraestatal que sobrevive a sus conflictos. Los resultados obtenidos en la CAN, en cambio, son demasiado pobres para países que se dicen hermanos.
En materia de relaciones internacionales (y en otras más) soy un perfecto ignorante; pienso no obstante que además de la integración por el comercio, siempre difícil, pero muy necesaria, hay que fortalecer las relaciones culturales, porque lo único que de verdad acerca a los pueblos, tengan o no alguna vecindad, es la cultura: ¿a quién no va a gustarle comer un ceviche manaba oyendo un vallenato, un valsecito criollo o unas zampoñas bolivianas? Ese es el terreno donde pueden florecer las utopías.