Admiro profundamente a las personas normales, pero sabias, al maestro que se desprende de todos sus conocimientos y los inculca a sus alumnos para que se reproduzcan; por eso admiro tanto a quienes nunca han ganado una elección, pero son tan inteligentes como, por ejemplo, el que dirige una orquesta sinfónica e interpreta una complicada partitura, al que escribe poesía o edita un libro o una obra literaria que trasciende los siglos.
Siento gran aprecio por los intelectuales que alcanzan los más grandes propósitos en su vida, como por ejemplo llegar a ser miembro de alguna Academia, como la de la Lengua. Ninguna elección, sea de concejal o de asambleísta, incluso de Presidente de la República, puede ser más importante que llegar a ser miembro correspondiente de la Academia de la Lengua española. Esto lo constaté el año pasado cuando fue incorporado Fabián Corral, quien asumió su función con un apasionante discurso sobre los viajes interminables, la aventura por conocer lo que hay al otro lado de las montañas o más allá de la línea imaginaria del horizonte de los mares.
La misma sensación sentí al enterarme del tema-discurso con el cual el doctor Carlos Freile, riobambeño como Fabián, se incorporó a la Academia con un mensaje profundo que tituló ‘Apodos e insultos en el Reino de Quito’ (El académico explica que el padre Juan de Velasco, al llamar a su Patria “Reino” y no Real Audienciale daba personalidad propia y no solamente administrativa). Lo valioso del contenido del mensaje es que aporta con un contexto histórico a un debate que resulta bastante contemporáneo, como ocurre con el insulto político. El doctor Freile no necesita acusar a nadie para reflejar una realidad que heredamos de los tiempos coloniales.
En mi etapa de reportero, desde el advenimiento de la democracia, me quedó grabado el insulto de un legislador a uno de sus colegas por el hecho de poseer una estatura considerada baja para el promedio nacional: “catador de urinarios”. El apodo “quitense”, como lo explica el doctor Freile en su mensaje, ha sido un vínculo de fraternidad, pero también “arma arrojadiza, señal de camaradería y dardo punzante”. Se reviste de elegancia o de vulgaridad, de finura o de grosería, subraya en su discurso.
Después de mencionar decenas de apodos e insultos históricos, Freile concluye que ese recurso muestra a una sociedad inmersa en los prejuicios, algunos de cuyos miembros se regodean en humillar a otros por características sobre las cuales, ni unos ni otros ejercían dominio o control.
De la casi innumerable retahíla de apodos ofensivos y de denuestos reunidos proveniente de los años coloniales nace, según Freile, la impresión de que nuestros antepasados a lo mejor habrían podido vivir sin fanesca, sin empanadas y hasta sin aire, pero no sin insultar a alguien.