Nadie puede dudar de que la envidia es una fea lacra del espíritu: nace y crece en sus secretos trasfondos tal como crecen los hongos y a veces alcanza tales dimensiones que llega a apoderarse de la totalidad de la persona que la alberga, de su inteligencia y su sensibilidad, y adormece su percepción de los valores, distorsiona la medida justa de las cosas, repta retorcida por debajo de todas sus palabras, de sus miradas y sus gestos, altera el timbre de su voz, y en ocasiones puede provocar la ira incontenible, nublando la sensatez y empujando a quien lo sufre hacia las más descabelladas actitudes. Como es imposible ocultar su presencia, el envidioso suele ser rechazado, pierde el aprecio de sus amigos, provoca desconfianza.
Y sin embargo… Ya lo sabemos: siempre hay un sin embargo. El horizonte vital del ser humano es tan complejo, que nunca podremos entenderlo por completo. Por eso a veces la envidia cambia el matiz de su presencia, deja de ser lo que siempre ha sido y hasta puede transformarse en una insólita forma de valor (no encuentro otro modo de decirlo).
La sabiduría popular, que es quizá la única sabiduría de este mundo, suele hablar de la “sana envidia” cuando el objeto que la provoca es una cualidad positiva que se advierte en otra persona, sociedad o país. Resulta insólito, por lo tanto, que una envidia nada condenable pueda nacer frente a una persona que no sea precisamente un dechado de virtudes.
Una envidia de ese género es la que provocó en mí la lectura de una reciente noticia: en un país amigo, ubicado en nuestro mismo continente, el segundo mandatario, que lleva el mismo nombre de su padre legendario, había presentado su renuncia a la alta investidura que ostentaba porque se descubrió que había usado para fines personales una tarjeta de crédito otorgada por el estado para cubrir los gastos derivados de su función. Se trata de una indelicadeza, ciertamente, y entiendo que incluso debe ser considerada como un delito, sobre todo si quien la cometió desempeña un cargo de la más alta jerarquía. El monto de los gastos indebidos llega a 4 500 dólares –una bagatela comparada con las cifras millonarias de otras aventuras oficiales en algunos otros países de América. No hay que olvidar, además, que en el caso del funcionario renunciante, su desaguisado no ha llegado a los tribunales de justicia: solamente el comité de ética de su partido ha condenado esa conducta, y todos estamos de acuerdo en que ella no puede ser aceptada bajo ningún concepto.
Y sin embargo… Hay que admitir que el indelicado funcionario ha adoptado la única actitud que podía adoptar quien, a pesar de todo, aún tiene dignidad: ha renunciado porque sabe que su país no merece tener una autoridad de su nivel cuando ha caído sobre su comportamiento una mancha indeleble. Ha demostrado así que, si no pudo respetar la confianza en él depositada, sí respeta a sus conciudadanos.
Pero, ¿saben ustedes, respetables lectores, por qué esta noticia me ha producido envidia? Yo sí sé…
ftinajero@elcomercio.org