Dicen que los libros son herejes mudos, quizás artefactos portadores de herejía silenciosa, pero con potencialidades explosivas. Así lo entendió la antigua Inquisición que apareció como un tribunal de la Iglesia Católica, cuyos objetivos eran suprimir la herejía, y que operó durante mucho tiempo en Italia, España, Francia y Portugal, y en estos países sirvió para suprimir movimientos heterodoxos.
Durante aquellas épocas oscuras, el estado controló activamente libros, hasta que en 1480 – al comando de los reyes católicos – instauró los permisos de impresión. Para inicios del siglo XVI, la censura estaba boyante. Libreros, escritores y toda persona con afición por las letras debía presentar sus textos a las autoridades para que las revisen. Hacia 1558, Felipe II prohibió terminantemente la publicación de libros “contrarios a la religión y las buenas costumbres”.
En la etapa posterior a la Reconquista, se procuró un control ideológico de la población, para evitar influencias nociva a la ortodoxia. La censura se trasladó a las colonias quienes debían acatar el catálogo de libros prohibidos del Inquisidor General. Con el Concilio de Trento en 1563, la Iglesia limitó la circulación de los considerados perniciosos. Estos se creían dañinos, y a quien tuviera la osadía de imprimirlos le caía una multa, pena de excomunión y prohibición de vender.
Pero el potencial nocivo de los libros lo comprendieron también, 450 años después, los funcionarios de este gobierno. Septiembre de 2010, una ministra pidió a dos periodistas de investigación que acaban de publicar un texto de más de 500 páginas sobre los contratos billonarios del hermano del Presidente, retirar el libro de circulación. La presunta perjudicada amenazó al periodista con tomar acciones legales si no recuperaba los ejemplares vendidos y evitaba su circulación, a la pura usanza de Torquemada. 28 de febrero de 2011, el Presidente planteó un millonario juicio por daño moral en contra de los dos periodistas.
Así hizo prevalecer el mismo espíritu inquisitorio de censurar y prohibir. Y no es de extrañarse, cuando el correismo es un asunto de fe, y no hay nada más incómodo para ella, que el periodismo que destapa sus pestilencias.
Como lo dijo Diego Cornejo, “el periodismo de investigación es, tal vez, el más verdadero y el menos higiénico. Su propósito es la desinfección: consiste en remover la porquería que se va acumulando en la vida de las sociedades democráticas, para que pase la luz y el aire ventile eso que se llama imaginario colectivo”.
Este periodismo, perseguido por la nueva inquisición es la mala conciencia de los gobernantes henchidos de sí mismos, que se han vuelto incapaces de mirar casa adentro, y han decidido echar mano del medieval ataque a los portadores de mensajes incómodos.