En la política, pocos éxitos se logran si se actúa con candidez. La política tiene que ver con el poder. La lógica que la rodea y envuelve es lo menos parecido a la vida de un claustro, aunque entre uno y otro convento, haya travesías furtivas de convivencia y deseo. En la política están omnipresentes los intereses, las pasiones y rencores. A veces, la perversidad en sus feas dimensiones. En la política recorre desnuda la naturaleza humana. Aparece como lo que es, y no como desearíamos que sea. En estos días de animación electoral, hemos visto que no hay amigos ni enemigos, sino intereses. Unos legítimos. Otros depravados.
En el juego del poder, siempre, hay pocos ángeles y muchos demonios. En 1532 salió El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. En los consejos dirigidos para el eficiente ejercicio del poder, dibujó una metáfora del zorro y el león, diciendo que para el buen manejo del poder: “De las cualidades de los animales, se debe tomar la astucia de la zorra y la fuerza del león. El león no puede protegerse de las trampas y el zorro no puede defenderse de los lobos. Uno debe ser por tanto un zorro para reconocer las trampas y león para asustar a los lobos”. El padre de la ciencia política constataba con su fina agudeza, la naturaleza de la conducta humana.
No quiere decir que la política deba ser vaciada de un necesario sentido ético al servicio del bien común. No se trata de hacer de la política el descaro y el pragmatismo desvergonzado. Pero tampoco, en la política, cabe jugar a la ingenuidad, la impavidez contemplativa y la inercia. Si la política es algo parecido a la vida de la jungla, poco sirve distraerse arrinconado, aguardando a ser devorado por las fieras. Pero, además, se supone que lo elemental es intentar hacer posible lo esperado y prometido a los electores. Estar a la altura de lo que se esperaba. No ser amado, ni respetado, ni temido, era una desgracia para el príncipe del renacimiento.