Tiempo atrás, por estas mismas épocas, los casos de tifoidea en Quito se disparaban; su aumento estaba relacionado con un hecho bien conocido: el desprolijo consumo de mangos, fruta de temporada. Pero en lugar de alertar a la población para que tome las debidas precauciones al consumirla, el Ministerio de Salud se aprovisionaba de medicinas, insuficientes siempre para tratar los casos en ascenso. Años más tarde, la conducta institucional no ha variado; si antes la enfermedad estacional era la tifoidea, hoy las previsibles infecciones respiratorias, entre ellas influenza, campean en la ciudad desde hace algunas semanas. En lugar de vacunar oportunamente a la población antes que los casos se multipliquen, se lo hace tardía y desorganizadamente. Para la salud pública ecuatoriana el tiempo no pasa.
Los datos oficiales de influenza (www.salud.gob.ec) solamente dan cuenta de 25 casos hasta el 30 de noviembre pasado, sin actualización de los meses de diciembre y enero, justamente cuando han subido de manera pública y notoria, constituyendo prueba evidente del grave deterioro del sistema “obligatorio” de vigilancia epidemiológico, cuando no de la opacidad de información propia del gobierno anterior, sin modificación en el actual.
La ausencia de salud pública en el manejo de la Influenza – como de otros variados problemas – condujo a incrementar el gasto de bolsillo de muchos hogares, obligados a acudir al sector privado para demandar pruebas rápidas de diagnóstico, de incierta interpretación; a comprar medicación anti viral de dudosa efectividad, pero además a pagar por una prestación reconocida en el mundo, como obligación universal y gratuita del Estado: la vacunación.
El gasto por tales conceptos fácilmente puede superar 200 dólares por caso atendido; como usualmente más de un miembro de familia enferma, la cuenta sube; al igual que las ganancias con el negocio de la enfermedad, acicateado por gobiernos a los que les importa un bledo la salud pública.
El Presidente Moreno, quien en materia de salud poco ha hecho por diferenciarse de su predecesor, que dilapidó cuantiosos recursos económicos y echó a perder una oportunidad histórica para mejorar la salud de la población, prevenir enfermedades y alcanzar acceso universal a servicios de salud, bien podría aprovechar el tiempo que le queda, para impulsar un diálogo amplio en pro de una política de salud de Estado que termine con el sinfín de improvisaciones que ya deben parar.
Si hay alguien en su gobierno que debe estimularlo es la ministra María Paula Romo, por su condición de integrante de la “Comisión de la Organización Panamericana de la Salud sobre Equidad y Desigualdades en Salud en las Américas”, cuyos objetivos son imposibles de alcanzar sin una salud pública vigorosa.