La inflación en el país ha tomado caracteres cuyas consecuencias afectan inequitativamente a la población de menores ingresos. Las explicaciones del pensamiento dominante encuentran su origen y reproducción en la cantidad de dinero que circula en el sistema, que presiona sobre la producción y genera el aumento de los precios, como consecuencia de la ley de la oferta y la demanda. Sus versiones se refieren a la inflación por los costos, la inflación por la demanda y la inflación “sociológica”; su origen se encontraría en la demanda de bienes y servicios, superior a la oferta, argumento sobre el que se sustentan las políticas de austeridad.
Considerar a los salarios -que son costos de producción- como el embrión del aumento de los precios es un concepto tautológico, pues se propone que los precios (de los productos) aumentan porque aumentan los precios de la mano de obra. En consecuencia, cabría la afirmación inversa, es decir que la subida de los precios es la responsable de la elevación del precio del trabajo para obtener mayor capacidad de consumo.
En este ciclo intervienen también los beneficios o utilidades que, aunque no constituyen un costo, forman parte de la determinación del precio y se orientan a la inversión y por tanto al crecimiento económico. Así se construyen los pilares de las políticas públicas anti inflacionistas.
El pensamiento dominante no ofrece una explicación sólida de la inflación y, al contrario, la escamotea, pues se concentra en la incidencia de los costos del trabajo en el nivel de precios. El beneficio o utilidad, en efecto, no forma parte de los costos y por tanto no ocupa ningún papel en la explicación sobre la inflación, pese a que es determinante en la formación de los precios de los productos a regir en el mercado.
La Academia debe encontrar una explicación con solvencia científica del fenómeno de la inflación, libre de sofismas, que sustente adecuadas políticas económicas para el país.