Es sábado, ¿qué hacemos hoy? ¿Vamos de pic-nic y luego al cine? Puf, pero el día no está tan soleado, ¿mejor vamos a la manifestación y luego a la sesión de las ocho? ¿Otra posibilidad? ¡Qué vida de perros! Qué ganas de quejarme, pero mi novia está de viaje. ¿Qué hago? Solución perfecta: me convierto en indignado.
Este es el riesgo tremendo que corre uno de los movimientos juveniles más interesantes de las últimas décadas. El anterior fin de semana, el fenómeno de los ‘ndignados’ se extendió más allá de España, más allá de Europa y se convirtió en un fenómeno mundial. Pero con ese impulso de popularidad, acogimiento mundial y moda, también se pierde intensidad, se desgasta la agudeza de las quejas y por consiguiente su capacidad de tener un impacto real. El riesgo es grave, los ‘indignados’ pueden pronto convertirse en una versión contemporánea de los hippies. Lo que implica pasar de ser una revuelta concreta frente a un fenómeno económico concreto, a una mera expresión de disgusto generacional.
Los ‘indignados’ de las diferentes ciudades compartieron la fecha de la convocatoria y las ganas de quejarse, algún vago olor a izquierda pero cada vez más difuminado. En España se quejaron en contra de la instalación del Escudo Antimisiles de la OTAN en Andalucía, en Portugal se gritó en contra del FMI, en Japón se manifestaban frente a Tepco, la empresa que gestionaba la desgraciada central nuclear de Fukushima; en Bruselas se grafitearon las vitrinas del banco franco-belga Dexia, que acaba de ser salvado por segunda vez; en Santiago de Chile se manifestó a propósito de la educación; en Nueva York se protestó con mucha música en contra de la bolsa, Rabat, Berlín, Tel Aviv, Seúl, cada país se indignó a su gusto.
Tan adaptables fueron los reclamos que no sorprendería demasiado que Rafael Correa intentase hacerse pasar por indignado para arremeter contra la prensa. Análogamente, el sistema financiero cedió protagonismo, así como la deuda de las nuevas generaciones, y la calidad de los debates se empobreció enormemente.
Entiéndaseme bien, no quiero decir que está mal que la gente se manifieste, y no estoy necesariamente en contra de que el grupo de los ‘indignados’ crezca. Además, considero que es sensacional recordar de vez en cuando al mundo político que la sociedad espera cambios radicales respecto al orden actual. Pero si constato, y me lamento, que el movimiento pierda su contundencia.
El filósofo español Ortega y Gasset, explica justamente esto en su célebre obra la Revolución de las Masas. Al popularizarse, la cultura, las ideas, los movimientos se vulgarizan. Entonces, el presente le enfrenta a uno a una disyuntiva ideológica, preferir la difusión del movimiento o bien su reclusión en aras de una mejor efectividad. Yo prefiero lo segundo.