La capacidad de indignarse y la posibilidad de aver-gonzarse son los sentimientos fundadores de la ética y la dignidad. Ellos están en la fuerza para rebelarse contra lo injusto, contra el poder y el abuso, y están en la posibilidad de son-rojarse, de sentirse ofendido por la deslealtad, la traición, la cobardía y el cinismo de uno mismo, y de los otros.
La caducidad de la vergüenza y la agonía de la indignación son los dos vértices que confluyen en la degradación de los individuos, en la transformación de los ciudadanos en sumisos consumidores, y en la mutación de los hombres en número, en voto impersonal que “legitima” la obediencia y los sistemas políticos.
En la sociedad de nuestro tiempo, este drama humano y ético está vinculado con la extinción de la posibilidad de asombrarse. Ahora, todo es normal. Todo vale y hasta lo sorprendente se ha transformado en episodio común de la vida. Nos hemos habituado a lo extraordinario y, dentro de ello, a lo insólito y a lo ridículo. Ya casi nada suscita curiosidad, ni repulsa, ni siquiera zozobra, y así se consolida la indiferencia, cuando no el cinismo. Lo espeluznante, e incluso la noticia de la degradación y del crimen, llegan en forma natural, y la gente está dispuesta a admitir sin reparo, sin ensayo de la imaginación ni de la lógica, lo que viene como acto del poder, como noticia o como parte de la telenovela contemporánea.
La extinción de la indignación y la abdicación de la vergüenza constituyen evidencia de que estamos sumergidos en una sociedad insensible, y sometidos a un Estado carente de memoria. La historia no interesa sino como materia del chisme y la frivolidad. El pragmatismo, la premura y el ascenso de la insignificancia entierran el rubor y acallan toda posibilidad de rebelión. Los íconos son utilitarios, prontos al acomodo y proclives a un mimetismo intelectual y moral asombroso. Esos ídolos son camaleones dominantes, recursivos actores que manejan el escenario donde se repite la comedia que mantiene ocupados a los ilusos.
Los intelectuales, que alguna vez fueron la conciencia crítica de la sociedad, hoy, con las excepciones usuales, son simples notarios del poder, cuando no activos gestores de los aplausos, burócratas que le hacen el juego a la ideología de los controles, poetas de la dominación, mentirosos recursivos que, en la escalada, olvidaron lo esencial de su tarea: el compromiso con la verdad, de allí la pobreza de las tesis, la reiteración de los dogmas que, hace tiempo, se agotaron por su antipatía a la libertad.
La caducidad de la indignación y la abdicación de la verdadera rebelión -la de Albert Camus- son los testimonios más desoladores de la estructura y de la historia una sociedad ocupada en llenarse de cosas, para suplir el vacío moral que le dejaron su inconciencia y su afecto desmedido por el dinero y el poder.