Fabián Corral B. / fcorral@elcomercio.org
Caprichos de la naturaleza, maleficios, convulsiones de la tierra cansada, falla geológica, lo que fuere, lo cierto es que los temblores nos colocan en la más dramática condición que se pueda imaginar: indefensos sobre el suelo que de tanto en tanto se estremece; indefensos pese a todas las precauciones; indefensos y enfrentados a lo que no se puede resistir, a la fuerza mayor. Y sometidos a lo que puede venir en el momento menos pensado, pero, quizá, recuperada la conciencia de que todo es provisional, precario, inestable.
La indefensión, la impotencia, nos sitúan a todos en la casi olvidada condición de fragilidad e incertidumbre que la sociedad moderna algún día olvidó. De pronto tembló la poltrona en que hemos asentado nuestra existencia, la lámpara se estremeció, cayeron los libros, se opacó la televisión; la casa, entre estruendo de ventanales y protestas de la madera, dejó de ser refugio y nos ordenó salir a descampado, el ascensor se transformó en tenebroso instrumento, en vía imposible de tomar, y el parque volvió a ser, al menos de momento, el espacio acogedor y el punto de reunión. Y, entre sustos y precauciones, entre los terrores escondidos en nuestra aparente valentía, empezamos a adquirir conciencia de que, en realidad, no hay punto fijo ni hay apoyo definitivo; que el tinglado puede caerse, que los actores deben salir corriendo.
Que las autopistas, puentes, calles y plazas son, apenas, incipientes dibujos hechos sobre la robusta indiferencia de la cordillera; son garabatos de civilización insinuados bajo la falsa convicción de que somos eternos, poderosos.
La fuerza mayor es, quizá, el mayor de los olvidos en que ha incurrido nuestro tiempo, pese a los recurrentes episodios que golpean la puerta –volcanes, tifones, maremotos, inundaciones- y que nos recuerdan que lo previsible es apenas una suposición, que la eternidad de las obras y construcciones es apenas una soberbia afirmación y nada más; que la certeza es siempre provisional; que las teorías y los proyectos son eso, teorías y proyectos, ilusiones que pueden evaporarse, y que, en definitiva, lo que queda son las personas, cada una de ellas, condicionadas por los hechos y por los datos de una realidad con frecuencia, adversa, traidora y sorpresiva.
No podemos vivir sin un mínimo de estabilidad, sin aspirar a la seguridad; no podemos vivir sin algún plan, todo eso en verdad, y esos son los fundamentos en que se sustentan las personas y las familias. Sin embargo, hechos como los temblores y estremecimientos de nuestras casas, deberían ser una alarma encendida que, de tiempo en tiempo, nos coloque en ese suelo precario que a veces olvidamos y sobre el cual hemos asentado nuestro sistema de arrogancias, correteos y consumo que entendemos como “la vida”.