Hace poco estuvo en Quito el pensador francés Edgar Morin. Su visita ha sido un acontecimiento nunca visto en la ciudad. Estoy de acuerdo, la expectativa por sus conferencias se parecían más, por atención y el número de interesados, a la que provoca una estrella del espectáculo y no un filósofo, de casi 92 años, reflexionando. Meses atrás declaró que apreciaba la “idea del bien vivir (sic) o su intento de crear un turismo de conciencia y de responsabilidad, alejado de la banalidad” del Presidente Correa, al tiempo que reprobó la posición asumida por el mandatario en relación a un periódico que lo criticaba; respuesta consecuente con el pensamiento complejo que propugna: las acciones, los fenómenos sociales o a las ideas no pueden ser juzgadas reduciéndolas a una análisis binario de bueno/malo.
Funcionarios del régimen han expresado admiración por las propuestas de Morin, incluso han reconocido que, en caso de dudas sobre el “camino a seguir” buscan guía en sus ideas, por lo que deberían tener presente el riesgo de simplificar el análisis de las propuestas oficiales.
La simplificación puede llevar a conclusiones erradas y resultados riesgosos. La idea de convertir a la información en una función estatal puede deslumbrar con la ilusión de que la comunicación será de todos; empero, cuando se la examina se revela en toda su peligrosidad. Los titulares del derecho somos los seres humanos -sea que actuemos solos o en colectividad- libres de escoger la forma de difundir o acceder a información u opinión. Es cierto que quien tiene recursos para invertir en equipos, máquinas, tecnología, tienen una ventaja; sin embargo, cuando se controla la información desde el Estado, el acceso a fuentes y perspectivas diversas prácticamente desaparece. La existencia de medios privados, organizados como negocio, no excluye a medios privados que respondan a una lógica no lucrativa. Ejemplo un medio comunitario o medios públicos; siempre bajo la condición de que ninguna de estas formas sean hegemónicas, excluyentes, ilimitadas.
Cuando se afirma que estamos frente a un bien público, desde la perspectiva de los derechos humanos -la única aceptable en nuestro país- es que su ejercicio no excluye la posibilidad de que otros lo disfruten de manera simultánea.
El Estado es un medio, no un fin, no elimina, reemplaza o anula las acción de los individuos y cuando su poder es excesivo enfrentamos a la más increíble amenaza a los derechos. Los poderes no controlados o ilimitados se degradan y se pervierten porque el objetivo central de su acción es perpetuarse.
Los pasajes más oscuros de la historia de la humanidad empezaron con una idea, por eso cuando se hacen propuestas peligrosas para los derechos, debemos enfrentarlas desde la racionalidad, sin importar cuántos apoyos, premios y reconocimientos reciba su autor o promotor.