Hugo Mayo irrumpió a comienzos del siglo anterior en la literatura hispanoamericana a fogosa contracorriente del modernismo imperante. Fracturó su estética, nutrido por el dadaísmo, el ultrismo y el creacionismo, pero con identidad propia; fundó revistas, convocando a los grandes de la vanguardia. Su poesía apareció junto a la de Borges, Huidobro, José Juan Tablada, Maples Arce, Neruda, César Vallejo… “El hombre siglo descubrió en retorno/ su vieja soledad ya disecada”. El poeta abandonó Manta, su lugar de origen, para vivir en Guayaquil. Miguel Augusto Egas fue su nombre, pero, iconoclasta y turbulento, adoptó el seudónimo de Hugo Mayo para que nadie osara confundirlo con su hermano José María, el laureado poeta místico.
En 1922 dejó su libro “El zaguán de aluminio” en una imprenta. El poemario se esfumó: ¿travesura de algún espíritu chocarrero, hurto de algún fanático del modernismo o simple juego de manos de su azaroso destino? Solo después de sesenta años este libro salió a la luz.
Mayo fue un gris burócrata detrás de una ventanilla. Francotirador del breviario modernista, tejedor de sueños, azuzador de mitos (su revista “Motocicleta” deambuló invisible como él por el viejo Guayaquil, hasta que Rodrigo Pesántez Rodas sacó de su chistera un ejemplar y probó su existencia). Mayo fue un poeta con conciencia de su “fatum”: aquel que escribe poesía porque carece de otra opción en la vida. “Soy Hugo Mayo, un poeta distinto/ Soy a mi manera”.
Viejo y pobre, iba y venía por el viejo Guayaquil, colgando de sus manos poemas osados y bellos, y otros desaliñados, desprolijos, rotos. Pasaba hambres y soledades, contemplaba fuegos fatuos detrás de la penumbra que arropaba su esmirriado cuerpo. “De pronto, yo mismo escribiéndole al silencio/ Seguir limpiándome el dolor que enferma/ Pero sobre la vida de mi calavera/ golpea la vida con su sangre/ Y me inquieto. Solo el atropello de un recuerdo/ silencia al corazón/ solo eso”.
Deslumbró a Nicanor Parra y sus “Antipoemas”, reconocidos mundialmente, se fraguaron con influencia del ecuatoriano (¿hemos escuchado alguna vez su nombre?). Lo imagino, febril y estridente, sus huesos chirriantes, oteando un horizonte que nunca llegó a sus manos: “Si algo busco/ marco el cero de mi angustia/ y en la corriente voy/ igual al pez/ pero no llego”.
“¿Qué país sobrelleva a gusto a sus poetas vivos?, pues a los muertos, ya sabemos que no hay país que no adore a los suyos”, escribió Luis Cernuda iniciados los sesenta del siglo XX. Otros tiempos, otros países. Para el nuestro, esta aserción es extraña. Conocer, reflexionar y decantar nuestro ser nacional, celebrarlo, reprobar sus carencias y enmendarlas, único ejercicio mediante el cual encarnaremos en “conciencia”, práctica imprescindible para convertir pasado y presente en “memoria”. Renegar y abjurar de todo lo nuestro: estigma y contraseña que nos señala y disminuye.