Juan Valdano
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Los historiadores románticos creían que la historia de la humanidad es semejante a uno de esos dramas tediosos en los que se repiten los mismos episodios, se representan las mismas pasiones variando tan solo los actores y los escenarios.
Pedro Fermín Cevallos escribió su Historia del Ecuador invocando una frase de Chateaubriand en la que se afirma esta creencia.
Esta idea puede parecernos un tanto hiperbólica, una expresión de la apasionada forma de pensar de los románticos del siglo XIX quienes miraban la historia como el resultado del impulso vital de los pueblos, el gran drama del espíritu y la libertad del hombre por afirmar un proyecto de vida en común llamado nación, ideal que estaba por encima de la prerrogativa del monarca o los designios de un tirano como Napoleón.
Hiperbólica o no, esta idea no deja de tener su parte de verdad ya que la vida guarda un impulso cíclico gracias al cual retornan siempre formas de ser y estilos de comportamiento social que se creían periclitados, lo que da la sensación de que la historia se repite.
La reflexión surge ahora al comprobar que en los días que corren están regresando los tribunales de conciencia, los inquisidores que, al igual que en la Edad Media, condenan la herejía. Y si las plagas y las guerras retornan para desdicha de la humanidad, también regresan las tiranías.
Para los gobiernos autoritarios (que hoy, al parecer, están volviendo a nuestra América), la gran herejía es el pensamiento libre, la opinión disidente, la crítica que devela las incongruencias de un caudillo, de un partido, o de un régimen.
El autócrata concentra todos los poderes, dicta la ley, acusa de terrorista o sedicioso a quien lo contradice y nombra un juez ad-hoc para que lo juzgue y condene. Una farsa en la que se conoce quién mueve los muñecos por detrás del tinglado.
A partir del siglo XVIII, la crítica de la razón desacreditó los dogmas, la política desplazó a la religión. Los beatos que medraban tras las sotanas han sido sustituidos por los santurrones de la nueva política erigida en doctrina sagrada. No ofrecen el cielo ni un hipotético paraíso socialista, pero sí medrar de una obesa burocracia que prolifera cual voraz maleza.
Los populismos que crecen desde el poder, a la postre, se convierten en capillas dirigidas por fanáticos que envanecen a un líder que se autoproclama el destino de la patria; sectas en las que hay un solo dogma: la incondicionalidad al caudillo, un solo signo: su efigie, una sola consigna: aplaudirlo siempre y un solo destino: votar por él durante los próximos 300 años.
Hitler quiso hacer lo mismo y fracasó; Mussolini, Stalin, Franco hicieron igual y fracasaron; Trujillo, el pobre, hizo lo imposible por ser grande y fracasó. Y Chávez ¡qué pena! Conclusión: ¡autócratas del siglo XXI aprended de la historia!