Como siempre ha ocurrido, la figura del nuevo Papa en la logia vaticana, de cara al mundo y ante la muchedumbre de los fieles que copaban la Plaza de San Pedro, me ha conmovido. A pesar de los oropeles del protocolo vaticano se percibe la fragilidad de un hombre solo delante de Dios, tocado por la inmensa responsabilidad que se le viene encima. Realmente para asumir semejante desafío hay que tener un temple especial y sobre todo inmensa fe.
La referencia a Benedicto y el pedir al pueblo que orara antes de bendecirlo impresionó. Miles de personas en silencio y un Papa inclinado ante Dios y ante los fieles. El Padre Nuestro y el Ave María, tan simples y universales, nos recordaron lo que nos une por encima de lo que nos separa.
El Papa dijo que los cardenales habían elegido a un hombre que viene del fin del mundo. Para un argentino es un acto de humildad. Para un Papa es reconocer el valor de las periferias y el todavía más inmenso valor de una Iglesia universal, extendida por toda la tierra.
Negar los problemas y los desafíos que hoy tiene la Iglesia Católica es inútil y, además, contraproducente. Sólo una Iglesia autocrítica, humilde y profética puede, más allá de la usura y de la rutina de la vida, responder a las exigencias del evangelio. Pero negar u omitir la inmensa riqueza espiritual y ética de la Iglesia sería un suicidio. Sus falencias y contradicciones (reflejo de una humanidad siempre vulnerable) no opacan el inmenso aporte de santidad, justicia y humanidad que, como un fermento en la masa, la Iglesia ha aportado al mundo.
El hilo que separa el bien del mal atraviesa el alma de las personas y de los pueblos. Está presente en el corazón y en la vida de una Iglesia milenaria siempre necesitada de conversión. Esta capacidad de volver a la verdad y de recuperar su propio equilibrio, fiándose de su Señor, ha hecho de la Iglesia algo vivo y permanente, una referencia fundamental en la historia.
La luz del apartamento pontificio volverá a encenderse en medio de la noche y el hombre venido de lejos tendrá que acampar en el corazón del mundo. No se trata sólo de un espacio físico, sino de una referencia espiritual: el corazón es el lugar de los latidos, de las esperanzas, de los dolores y alegrías que acompañan la vida del hombre. A Dios le pido que el nuevo Papa tenga ojos, oídos y corazón para ver, escuchar, tocar e iluminar nuestras vidas, recordándonos que Jesús, el Cristo, sigue vivo, presente El en medio del mundo y atentos nosotros a sus palabras y a sus gestos.
A pesar de los avances de la tecnología, de las luces de neón que nos seducen y de la satisfacción inmediata de nuestros deseos, qué bueno que alguien en este planeta nos recuerde que nuestra condición humana pasa por la fraternidad y por la compasión. Esta será la gran tarea de Francisco, el hombre que vino del fin del mundo: recordarnos que somos hijos queridos de Dios. De su mano seguiremos caminando, aunque no todo sea perfecto… jparrilla@elcomercio.org