Escribimos desde lo que hemos leído: tomamos, en el más alto sentido de este verbo, sueños y alegrías de viejos y nuevos libros; nada nos inspira tanto como la palabra bella y profunda, más aún, si llega en la sencillez de un estilo fluido y claro y llama a lo mejor de nosotros –eso que llamamos ‘bondad’. Escribo con ilusión de contagiar, a partir de una obra que merece atención y gratitud: ‘Las pasiones de un hombre bueno’ del Pájaro Febres. Escrita con fina y sensible inteligencia, nos devuelve el tiempo de una familia provinciana de la querida Loja cuando todavía usaban términos españoles arcaicos y pronunciaban con el primor habitual todas las cosas.
Lo leí; recibí lo que esperaba: la narración de la vida de Benjamín Carrión, mal conocido en el país o visto a través de prejuicios que sufrió también en su vida, sin embargo tan plena; y pude entrar en las viejas familias, de cuando las ciudades eran mitad iglesias y mitad haciendas, en las que, aunque para los Carrión Mora no faltó lo material, tampoco faltaron tragedias. Como se acostumbraba en las familias provincianas, tuvieron muchos hijos, fuente de alegrías y pesares, de timideces, olvidos y rencores. Pero primó el ansia de educarlos bien, de permitirles salir de la casa del padre a afrontar estudios y vida en la capital.
El entorno de Carrión es el de un hombre inteligente y amante de lo propio, que favoreció la amistad, la cultura, los viajes; la lectura y la escritura; los volvió deberes ineludibles para procurar que la patria pequeña llegase a la grandeza cultural necesaria para educar a todos, acogernos, elevarnos, humanizarnos.
En su primer viaje a Francia, recala con su esposa, Águeda, en El Havre: “…en esos seis años que duró su estadía, Benjamín florece y fructifica… Conoce a escritores de América y Europa con quienes traba amistad. Viaja. Escribe. Publica. Extiende su mano a escritores ecuatorianos, los da a conocer, los apoya. Se hace querer. Se hace respetar”.
Sufre por su patria: la pérdida, en la guerra del 1941, de casi la mitad de nuestro territorio, incluido el acceso al Amazonas, río que descubrió Quito, le deja un sinsabor que le obliga a soñar. Su actividad incansable, iluminada por el ansia de sustraer a la patria de la pequeñez espiritual y la mediocridad, sus viajes ‘por países y libros’ le enseñaron tanto, que dieron lugar al nacimiento de esa bella utopía que aún le sobrevive: la Casa de la Cultura que hoy lleva su nombre, cuya labor y sentido debemos recuperar. Amó intensamente a México; forjó amistades con los mayores intelectuales de su tiempo, dejó a su paso entrañables afectos y aspiró a crear una institución cultural que permitiese a los ecuatorianos recuperar, en espíritu, lo perdido, y convertir a la patria en ‘una potencia cultural’. Ese hombre bueno nos dejó una herencia que no podemos dilapidar, y merece el conocimiento que nos procura esta nostálgica y utópica biografía, que nos lo devuelve casi, casi con creces.