Dicen aquellos que lo conocieron y trataron al final de sus días que Christopher Hitchens (1949-2011) se mantuvo lúcido y afilado hasta en los tiempos suplementarios y que estaba verdaderamente interesado en conocer –aunque sabía que el cáncer le estaba ganando en el mano a mano- las islas Galápagos. No es sorprendente, porque con Hitchens se ha ido quizá el último heredero de la Ilustración y del verdadero progresismo, uno de los pocos pensadores capaces de distinguir la razón de la fe, lo terreno de lo divino. Quizá Hitchens se haya sentido muy a gusto en los salones de madame Du Deffand, debatiendo a gritos y gesticulaciones con Voltaire o craneando con Diderot, en el París dieciochesco, tal o cual detalle sobre el próximo tomo de la Enciclopedia y de sus láminas. Y es seguro que estaba muy cómodo jugando su papel de intelectual público, del polemista por excelencia, de aquel con el que era aconsejable no discutir por ningún motivo, a medio camino entre Washington D.C., Londres y sus constantes giras de conferencista, escribiendo ensayos sobre Orwell o incluso sobre las virtudes cívicas de la felación. Si bien Hitchens era hijo del Iluminismo, era nieto del gran Montaigne, de su ímpetu por el raciocinio en textos cortos, de su fogosidad por demostrar un punto más allá de toda duda razonable.
Es que Hitchens, muy a diferencia de cualquiera de sus colegas intelectuales y pensadores contemporáneos, tenía esa rara mezcla entre erudición, furor por el debate y por buscarle las cosquillas a los argumentos, y la facilidad de plasmar esas cualidades en un artículo de revista, casi al alcance de cualquiera. Tenía también una envidiable pasión por lo políticamente contracorriente, como atacar a la princesa Diana (ícono de la cultura popular) o a la madre Teresa (estampa de lo bueno y de lo justo). En eso era un verdadero liberal, porque Hitchens era el pensamiento en carne viva, el que ponía las ideas por sobre todo, el que las destilaba cuando era necesario, el que las decantaba cuando hacía falta. Tampoco temía defender lo políticamente incorrecto –por sobre lo políticamente conveniente o convencional- o de reformar sus posturas cuando fuera necesario. Por eso, quizá injustamente, muchos lo acusaron de venderse o de cambiar de camiseta cuando defendió la intervención en Iraq o cuando atacó de frente al extremismo islámico.
Así, con la caída el año pasado de este gran inglés –bebedor y fumador inexorable- se empieza a romper de a poco la milenaria genealogía de la razón más pura, el cordón umbilical con los filósofos alumbrados, con los librepensadores que no le tienen miedo a las consecuencias de la opinión.