Historia política

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Yo conocí aquel infame muro que no dividía solamente una ciudad, y ni siquiera el mundo, sino toda la historia. Lo conocí desde sus dos costados, pero nunca lo crucé porque me repugnaba mostrar mi pasaporte para pasar al otro lado de la misma ciudad. Para verlo desde uno y otro lado usé distintos caminos, pero ambos partían desde Praga, donde aprendí que era infinita la distancia que separaba al socialismo vivo del diseño lentamente trabajado en difíciles textos de penosa lectura.

Me era más fácil, desde luego, llegar a ver la muralla desde el costado del Este: cada vez que me escapaba con mi amigo cubano para visitar a su paisano de Dresde, aprovechábamos la ocasión de dar un pequeño salto hasta Leipzig para dejar una flor en la tumba de Bach, y algunas veces legamos a un Berlín descolorido y callado.

Más difícil era mirar ese muro desde el costado Oeste: necesitaba un trámite mayor para obtener las visas que me hacían sospechoso, porque eran visas hacia el infierno capitalista. No obstante, cuando el tren llegaba a Munich, lo que veía era una ciudad animada y luminosa, y sus cervecerías eran más ruidosas que las fúnebres tabernas que había conocido en el Este. Luego era preciso tomar un avión hasta Berlín para ganar el tiempo, y al fin encontraba una ciudad que se esforzaba en mantener su antiguo prestigio cultural, muy averiado sin embargo por la guerra.

Hasta que un buen día sucedió lo increíble: cuando me llamaron la atención, me acerqué a un televisor y miré un arriesgado grupo encaramado sobre el muro, levantando en el aire picos y palas y llenando el aire con cantos simultáneos . “¡No es posible!”, exclamó alguien a mi espalda. Lo que no era posible estaba sin embargo sucediendo a miles de kilómetros, esa pared ominosa que años atrás había conocido empezaba a caer ante los ojos del mundo. Era 9 de noviembre de 1989.

Lo que caía no era solamente una pared: era un mundo, una filosofía, una página negra de la historia. Lo comprendí lentamente mientras miraba un día y otro día el espectáculo, y sentí que algo se quebraba también en mi cerebro. Lo que yo había aprendido en Praga no me había desviado de mi adhesión al socialismo, pero me había puesto muy lejos de los partidos que se decían socialistas. En otros términos, aquel aprendizaje me había instalado en una auténtica utopía. No obstante, en los días siguientes empecé a sentir cierta incomodidad inconfesable: cuando la muralla estaba allí, separando dos mundos, cualquier definición era más clara. Era más fácil saber de qué lado caía la Libertad, dónde se ultrajaba a la Justicia. Fue Jorge Enrique Adoum, con esa precisión del lenguaje que solo conocen los poetas, quien pudo dar forma a esa extraña incomodidad que me había invadido: “Cuando al fin tuvimos las respuestas, descubrimos que nos habían cambiado las preguntas.” Entonces entendí que era preciso empezar un nuevo aprendizaje.

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