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Cuando en 1968, la Junta Revolucionaria de Juan Velasco Alvarado asumió el poder en el Perú y mandó al exilio a Fernando Belaúnde Terry y con él, a todo el sistema político peruano, casi todos aplaudieron. Su primera misión fue restaurar “la soberanía peruana” frente a la humillante vigencia de un contrato viciado para favorecer a la compañía estadounidense IPC, que controlaba el entonces más grande centro petrolero peruano en Talara. Oligarcas y revolucionarios por igual aplaudieron el gesto. Pero Velasco no solo quería eso, sino también desmontar los excesos del capitalismo sin llegar al extremo del socialismo. Su lema era “ni capitalismo ni socialismo”. Él quería un capitalismo de Estado a la peruana. Y aunque fue el gobierno que por fin acabó con la explotación oligárquica campesina, su sueño de capitalismo de Estado terminó truncado por sus propias decisiones. La expropiación masiva de industrias básicas, gigantescas obras de infraestructura, más su política industrial, que incluía grandes inversiones siderúrgicas y de industrias básicas, terminó comiendo todos los ingresos provenientes de las empresas extractivas expropiadas. Pronto tuvo que recurrir a créditos nacionales e internacionales y cuando estas fuentes se cerraron por sus políticas nacionalistas, quiso forzar a la empresa privada a producir y compensar la inversión. Los industriales y otros grupos -tan beneficiados por sus subsidios- le dieron la espalda porque a la vez había alienado la confianza empresarial con la ley de comunidades industriales, que los obligaba a repartir hasta el 50% de acciones a los trabajadores y compartir la propiedad de su empresa con ellos. Y al final se quedó solo. Al final tuvo que renegociar con IPC y ofrecerle compensación con el único fin de poder acceder otra vez a créditos multilaterales baratos, la única línea de oxígeno que le quedaba a él y a su sucesor.
¿Algún parecido con nuestra realidad? IPC es nuestra Oxy, es verdad. Pero la lección es mucho más profunda. La insistencia de cambiar el sistema capitalista en forma revolucionaria siempre ha terminado en fracaso. Se trata de modelos que necesitan del autoritarismo para garantizar sumisión a un “proyecto” que nunca termina de cuajar. Pues, mientras intentan la reforma, su discurso ahuyenta la inversión y la confianza y todo termina en un híbrido fracaso. No hay ni desarrollo económico ni bienestar redistributivo, supuestamente el origen del salto revolucionario.
Una vez más, los proyectos de izquierda que han tenido éxito han partido por entender al sistema y ofrecer mejorarlo. Algunos han ido más allá y han creado variedades de capitalismo que tienen un fuerte componente inclusivo y redistributivo como los países escandinavos o Canadá. Pero eso pasa por reconocer que la trayectoria está equivocada y tener cierta humildad académica para aprender de los casos tan cercanos como el de nuestro vecino del sur.